Esa bajada, a veces subida, ese puente, las mañanas en las que corres, te caes, te lastimas, pero siempre tenes una mano cerca, dispuesta a ayudarte… Esas mañanas con sabor a casa.
Y así fue aquella mañana, cuando Yolanda, una mujer alta e imponente, caminaba apresuradamente y cortaba la luz de aquel otoño con el zigzagueo de su paraguas negro ¿Quién hubiera dicho que no lo usaba para la lluvia? En realidad iba correteando a sus niños Hugo y Norma, quienes daban brincos y se pasaban una pelota de básquet desde un extremo a otro de la calzada. A su lado, caminaba erguido el mayor de los hermanos, Omar, famoso por su desempeño deportivo en el Club de la Villa, cuyo emblema llevaba en su musculosa bordada con el nº 5.
Detrás de todos ellos, en cambio, iba la pequeña Anita, sin apuro, aunque algo recelosa de no formar parte de aquella mágica confianza que había entre sus hermanos.
La niña tenía sus mejillas coloradas por el sol, no era la primera vez que se sentaría en aquellas tribunas de madera jugando con piedritas mientras sus genes hacían historia en la cancha principal. No era la primera vez que oiría el silbato del árbitro o las quejas de su mamá por alguna falta mal cobrada. Nunca olvidaría cuando se reflectó en su mirada, por primera vez, una pelota que empezó a rodar a su lado, tan naranja como una fruta gigante, que se paseaba como invitándola a jugar. Habían sido numerosos los intentos de Anita por acercarse a la pelota, pero por una cosa u otra, no había tenido la oportunidad de hacerla botar. Aquella mañana eran sus hermanos menores lo que la apartaban continuamente al son de un «sos muy chiquita vos», «te vas a lastimar».
La niña se había casi obligado a concentrarse en otra cosa, evitaba las fisuras que el tiempo había marcado en la calle del puente Senador Pérez, y daba saltitos entre una grieta y otra. A nadie parecía importarle su presencia, todos caminaban derechito al club, o al menos eso era lo que ella pensaba. Por esta auto-impuesta indiferencia, empezó a caminar por el borde de la calle y a jugar al equilibrista en el cordón de cemento que se posaba alto entre los árboles. Hasta que la pelota salió disparada de las manos de Norma y pasó ante sus narices. Anita intentó tomarla para que no se fuera del otro lado, pero entonces cayó al suelo de un porrazo.
Frente a sus ojos, una pila de sauces llorones amontonados le hacían recordar que no era la única a la que le salían lágrimas. Se levantó del suelo y se limpió las rodillas llenas de barro y hojas secas. Pero en su rostro, congestionado por la caída, empezó a dibujarse una gran sonrisa: Su hermano mayor Omar la estaba tomando de la mano y le ofrecía la pelota. «Vení, vamos a jugar», le canturreó su ídolo, el mayor. Al fin la invitaban a jugar. Ella tomó aquel objeto mágico entre sus manos con un silencio apabullante e impuesto casi por sus mismos ojos. Su mirada ahora era un caleidoscopios que giraban en torno al naranja. Pasó y cayó muchas veces en aquella calle, pero nunca antes se había levantado con tanta fuerza.
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