El horizonte fue un insondable abismo, azul y hermoso, que seguía extendiéndose más allá de tu imaginación cerrada. Los despoblados se iluminaron conforme el sol te dio alcance. La autopista fue sólo tuya, el auto en complicidad decidió no detenerse. Te miraste las texanas y sonreíste desganada. Preferirías estar en otro lado, pero lo que realmente deseabas exprimirle a la vida era una circunstancia que te purificara y así pudieras levantarte hecha una perversa o una santa. Te dabas a las personas y, guardándote los talentos -que eran más bien pocos-, lucías tu compasión aun cuando sabías que era misericordia de panfleto y no valía nada.
Pagaste la última caseta con un cigarrillo en la boca, a pesar de sentir los espesos restos de la madrugada en la garganta. Emergió la rijosa cotidianidad de los multifamiliares sin áreas verdes, los pequeños comercios, las construcciones en obra negra y el caos vial en los cruceros. Exhausta, te detuviste en el 7 Eleven a comprar más cigarros, algo para comer y cerveza.
Kilómetros después, la chica de la recepción te exploró con la mirada y, antes de darte la llave, preguntó si venías de “México”; afirmaste acomodándote los Paolo vintage y tu mirada se fue a otro momento. Ella te pasó un papel con su número anotado, “por si se te ofrece algo”, dijo y se acomodó el cabello con un gesto delicado. Ya en la habitación, encendiste el televisor y bebiste hasta vaciar, uno a uno, doce envases… Ambas lo intuían, eran muy parecidas excepto porque ella siempre fue más femenina cuando se trató de recelo y frustraciones… Para cuando las hélices del ventilador te trajeron de vuelta, los bares anunciaban el momento en que la ciudad cobraba vida; más allá, una franja de temblorosas luces amarillas y luego nada. Preparaste las texanas y los skiny, la blusa sin mangas -con el estampado del gato fumando- y la mini bandolera.
Recorriste las calles sin tiempo de la zona roja; la vida era tensa, lenta, como antes del resquebrajamiento. Pasados unos minutos, ya estabas frente a la marquesina neón del 3 copas. De inmediato te abordaron dos muchachos y, cuatro cervezas más tarde, te fuiste a bailar a la pista. A pesar de la transpiración y el cargado olor a humedad, reconociste su perfume; te acercaste rápidamente y tomaste su mano. Volvió su mirada perdida, encontró tus ojos y te reconoció aun cuando tu rostro ya era distinto. La condujiste por la salida de empleados y tuviste que besarla para sacarle las obviedades de la boca.
¿Qué haces aquí? Buscándote. No entiendes, no podrías, aunque tu vida dependiera de eso y la verdad es que no tengo nada que decirte, no quiero decir nada. (Sarcásticamente) Sólo puedes amar un recuerdo y una sombra, ¿no?
El sonido sordo de la música, filtrada desde adentro del edificio, enfatizó el silencio.
Un hombre alto, de sombrero, salió acompañado de dos grandes armas. Preguntaba ¿qué putas hacían allí afuera?, cuando sacaste la colt .38 de tu pequeña bandolera y descargaste. Escurriendo sangre, se apartó llamando a su escolta. La tomaste fuertemente de la mano y lograron abrirse paso entre la gente para encontrar tu auto. No conseguías salir de la ciudad porque, además de tener un manicomio en la cabeza, no conocías exactamente las rutas. Pronto las ubicaron.
Hacia la hora alta de la madrugada se terminaron las encrucijadas y te encontraste manejando por una recta que parecía interminable, donde se dieron gusto disparándoles. El panorama, un insondable abismo, terrible y ciego, seguía extendiéndose después de tu imaginación cerrada. Pasados unos minutos, se posó en ustedes una sombra con voz de océano. El auto quedó atascado en la arena y tuvieron que salir hacia la soledad infinita. Encendiste un cigarro hallado bajo el pedal del acelerador y fumaron en silencio sobre el toldo; el vapor del aliento se confundía con el humo de la primera calada y éste con las constelaciones. Sonreíste con melancolía porque te pareció que las estrellas no eran tan luminosas ni el mar tan imponente como te habían dicho sobre las playas.
El rugido de camionetas se acercó y fue sustituido por una voz ronca, dolida, que te pareció ridícula. Escuchaste el sonido de una pistola al cortar cartucho; ella volteaba a verte, intentaba correr y tropezaba. Caída, pedía perdón por ambas y entonces tuviste una certeza: que nunca necesitaste una compañera de cama ni querías caminar de la mano por las tardes, que ignoraste el amor tanto como el odio y que la mezquindad se había desbordado antes de que aparecieras en este mundo. Que la liberación se trataba de desgarrar la impotencia, las dulces ganas de carne abrasada y manos en la cara, de piernas heladas en lugares fríos, e intrépidos labios de espaldas a la luz del mundo. Orgullosa, aunque no sin vergüenza, te miraste por última vez las texanas pensando que el mundo, desde que era mundo, pertenecía no a los perversos ni a los santos sino sólo al hombre y la ironía hizo a tus labios sonreír con desgano, justo como el gato de tu blusa.
Ojos cerrados, escuchaste una estruendosa, espesa explosión, un ensordecedor ruido que no ha terminado…
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