Este vuelo de Jujuy a Buenos Aires es un avance hacia una cita, hacia un encuentro impostergable con un gran artista fallecido hace muchos años. Es, por lo tanto un viaje en el espacio y también en el tiempo…

Es difícil desentrañar Buenos Aires, recorrerla desde adentro quiero decir… Con los vestigios evidentes de su opulencia de metrópoli portuaria, su pretensión de urbe europea, sus vestiduras de señora “decente” y bien criada en colegios británicos, pero con las enaguas irremediablemente salpicadas por el barro de las pampas y tensadas sobre rústicos miriñaques de mimbre de la ribera.

Es casi imposible desentrañar su lenguaje impostado, entre el murmullo del cocoliche migratorio, el tumulto de los “tanos” y los “gallegos”, los alaridos belicosos de gauchos redomones y esa ensalada de voces quechuas, aymaras o araucanas, amarradas a la urdimbre frenética de los tamboriles mandingas.

Para describir su belleza, nostálgica y tristona, hay que contar con una paleta riquísima que incluya los matices de tanto sufrimiento y la fragua de esa energía misteriosa, alimentada con sueños y esperanzas y con la idea decimonónica del progreso y de esa voluntad de “parecerse”, quien sabe a qué…

Todavía en el aire, cuando nos sorprende la sacudida del tren de aterrizaje, empieza a respirarse el halo de ostentosa decadencia que envuelve a las viejas cúpulas de pizarra, prisioneras ahora de la modernidad y sus gigantescos prismas de cemento y blindex.

En una mesa del Bar Iberia, en la Avenida de Mayo, reducto y tribuna de los exilados republicanos durante la Guerra Civil española, rindo mi callado homenaje al gran Federico, que frecuentaba el lugar.

A una cuadra de distancia, en la intersección con Santiago del Estero, yergue su imponente silueta neoclásica el viejo Hotel Majestic, destino previsto de mi viaje. Allí, en la habitación del primer piso sobre la ochava, Vaslav Nijinsky y la condesa Rómola de Pulszky, bebieron la magra dosis de felicidad que les estaba destinada. Unas pocas cuadras hacia el norte, en el altar de San Miguel Arcángel, contrajeron matrimonio, en aquellos estertores finales de la «belle epoque».

Luego explotaría la guerra, la ira del gran Diaghilev y la locura…

Pero volvamos a la gozosa inconsciencia de ese septiembre de 1913, cuando «Les Ballets Russes» deslumbraban a los porteños en el escenario, ya universal, del Teatro Colón. Fueron quizá los únicos días de tregua en la tormentosa vida del Cisne Ruso y tuvieron la grandiosidad de unos juegos florales al borde del abismo…

El misterioso fantasma que deambula por el Majestic y que ha provocado el espanto de los empleados de la oficina burocrática que hoy ocupa el edificio, no es otro que el gran bailarín ruso, esa certeza me persigue desde la primera vez que acometí las gradas del magnífico edificio.

Alguien dijo que los hombres reconocen como patria el lugar donde han sido felices…

«Sé que eres tú, Vaslav,

el que transita sin descanso,

los espacios venerables del viejo Majestic,

las galerías, los salones… y la habitación del primer piso,

donde la audacia y el deslumbramiento te tornaron poderoso y libre,

en aquel septiembre detenido…»

Recito con solemnidad ante la puerta cerrada de la Agencia Federal de Impuestos, que profana actualmente el edificio (los fantasmas, como los duendes y las hadas, solo escuchan poesía, porque vibra en los diapasones ocultos de lo intangible).

«Te he visto… ¿te he visto?

deslizándote al amanecer por los escalones de mármoles vetustos,

rozando apenas las flores azules de los mosaicos,

en tus saltos imposibles de acróbata prisionero…

Girando… siempre girando…,

derrumbándote por los huecos con precisión de pájaro

y encaramándote en los barandales de roble,

catapultado por el alarido silencioso de los vientos,

y hamacado por el arrullo de los violines y los chelos de Debussy,

con el alma tendida como la cuerda de un arco,

y las pinceladas brumosas de los vitrales,

acariciando tus músculos de fauno insatisfecho y voraz.»

Sigo declamando, ajeno al rumor de la calle y al devenir de los transeúntes.Una pequeña cítara rusa, de madera de cerezo, que he instalado en mis rodillas, inicia su tenue lamento…

Se avecina el crepúsculo y las campanadas de San Miguel Arcángel, avanzando sobre el murmullo profano de la Avenida en retirada, enmarcan los acordes de mi antiguo instrumento.

Lentamente asciende, desde el subsuelo del viejo hotel, desde el laberinto de sótanos abandonados,un escándalo de clarinetes, fagotes y trompas,que festejan en alborozo una nueva «consagración de la primavera».

Hay un rumor de pasadores y herrajes en derrota y las enormes puertas del Majestic comienzan a abrirse…

En la bruma borrosa del recibidor se avizora, lejano, el resplandor del escenario eterno.

¡ La clepsidra implacable rueda sobre el proscenio !

Grandes polillas de sombra huyen hacia lo alto,entre nubes de polvo traslúcido y ecos memoriosos de vítores y aplausos…

«Entonces tú…dueño para siempre del espacio y sus formas,

regresas de la noche…

para trazar de nuevo, en el atardecer de luces difusas,

la clara geometría de tu homenaje a Romola de Pulszky

y a ese amor irreverente, que prologó el destierro y el ocaso,

y que estas viejas paredes guardan como un santuario.»

El Cisne vuela a media altura, sujeto a los hilos invisibles de su propia coreografía.

«Ella… presente y lejana en este “Pas de deux”

como el raro perfume de la flor de Fokin,

te esperará en Montmartre,

custodiando afanosa los límites de la cordura,

que seguirás eludiendo…irremediablemente».

Los pesados portones del Majestic empiezan a cerrarse…

En el taxi, rumbo al último vuelo a Jujuy, sigo acariciando las cuerdas de mi kukle ruso. El taxista me observa desde el retrovisor , hay algo en su mirada que me inquieta.

Recién en el preembarque, al descubrir entre el cambio una reluciente moneda de niquel de 20 centavos, reconozco esos ojos de lobo de la estepa.

La moneda, claro, es de 1913.

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