La recuerdo llorar, pensativa miraba a través de la ventana como queriendo encontrar algo en el cielo poniente. Bebía el café en pequeños sorbos, suspiraba hondo. Al notar mi presencia forzaba una sonrisa infinita. Su aroma de manantial fresco, el eco de su acento extranjero, tantas preguntas, algunos silencios. Yo no sabía hacer otra cosa que abrazarla, y quererla. Sobre el sofá solíamos arrullarnos con el tintineo del aguacero, a veces le contaba un cuento. Así eran los días previos a nuestras despedidas.
Fue en una estación de autobuses –quién iba a decir– donde la conocí dos años atrás. Yo había perdido un tren a Girona y, sin éxito, decidí probar suerte en la terminal de Nord. Novato en Barcelona y con lo indispensable en los bolsillos, decidí pernoctar en la sección de espera. Incompetente para descifrar un mapa en catalán, alcé la vista buscando ayuda. Ella leía un libro de portada extraña, mal disimulaba al mirarme. Supe que venía desde el sur de Polonia para perfeccionar su castellano, esperaría su autobús a Madrid hasta el amanecer, se llama Agnieszka Dankiewicz y –maldita sea– tenía novio. Un abrazo tímido, un adiós al alba.
No perdimos contacto, cuando le conté de mi viaje a Andalucía no lo podía creer, ella también estaría durante esas fechas y –qué coincidencia– nuestras agendas empataban tan bien, que el séptimo día de septiembre puntual llegué al puente de Triana: paciente miraba hacia el norte, su pelirrojo desatado ondulaba a merced del viento. La estreché largamente. Una sonrisa por cada silencio hasta que enganchados del brazo cruzamos el Guadalquivir, me contaba una historia de amor imposible entre una gitana pobre y un payo acaudalado. El aire olía a campo y sueños nuevos.
- – ¿para cada imposible habrá siempre un puente? –interrumpí–
- – los puentes se hicieron para acercar, pero hay quienes los usan para huir. Los puentes hacen posible lo impensable. Los puentes son como el amor
Extrañamente nada nos parecía ajeno en aquella ciudad desconocida. Todo era fluido, espontáneo y predecible, parecerá cliché que lo diga pero, sentíamos conocernos desde siempre. Como viejos amantes que se encuentran nos besamos antes del anochecer.
- – Nos puede ver tu novio –comenté cínico–
- – ¿siempre eres tan tardado para enterarte de las cosas? cuando preguntaste en la estación si tenía novio asentí, me refería a ti
El siguiente sol nació en Málaga y murió en Algeciras. Del otro lado del mar acariciamos la luna árabe volando sobre una alfombra mágica de besos y promesas, yo sobre ella, ella en mí, juntos entre el mundo y las estrellas. Como en un relato fantástico de Sherezada dejamos un eco enamorado entre los muros y mezquitas de Tánger ¡‘ana ‘ahbik!
Dos días después hicimos un juramento entre las fuentes de la Alhambra. Una guitarra gitana, los versos de Lorca, cien te amo y un hasta pronto bajo el cielo implacable de Granada.
A mediados de octubre nos reencontramos en Florencia y antes de la navidad, Agnieszka –mi amada Agnieszka– me esperaba en el aeropuerto impaciente de Praga.
Los trenes, las plazas, los caminos y los puentes, fueron el escenario de nuestras complicidades, la matriz de todos los sueños y un infinito de juramentos. Conservo cierta foto durante un atardecer en Siena: en lontananza el ocaso toscano es una extensión de su melena de fuego y las estrellas tempranas comparsa ceremoniosa del brillo en sus ojos. No había –no hay– mujer más hermosa que Agnieszka.
¡Bielsko Biala! una pequeña ciudad al sur de Cracovia, cubierta de nieve y paz, en la que nos esperaba una familia desconcertada. El padre, un viejo regordete de mirada noble que construía casas y amaba la ópera. Los hermanos, dos gigantes de cara dura y corazón blando que ayudaban al padre, la madre era una mujer de alma vieja cuyo don era poner al mundo en su lugar pronunciando palabras sencillas en el tono adecuado. Todo fue como Agnieszka lo pronosticó, primero me veían con recelo y desconfianza, pero pronto hicimos amistad. Me gané al padre contando historias populares de la revolución mexicana y explicándole por qué en mi país se componía canciones a los caballos.
- – “caballo prieto azabache, cómo olvidarte te debo la vida…”
- – Mi padre, que era militar, estudió la táctica de Pancho Villa –nos confió con nostalgia–
Durante los primeros días de enero regresé a Cataluña por los certificados. Hice un paseo por Figueras y Perpiñán sólo para darme cuenta de que no soportaba viajar sin Agnieszka. Insistí a la aerolínea hasta adelantar mi regreso a México y, apenas lo conseguí, me presenté en la Universidad para hacer revisión de tesis y programar mi oposición lo antes posible. No fue fácil readaptarme a la ciudad y a las noches sin ella. Como si ya no me perteneciera, encontraba las claves de mi vida en su ausencia.
Pronto apalabré la venta del apartamento, y puse fecha a mi examen de grado. Nunca lo conté, pero me aterraba la idea de que la sensatez asaltara a Agnieszka y decidiera renunciar. La nada era mi todo, como en los puntos suspensivos en un poema maldito. La necesitaba.
Una tarde a mi regreso, el portero del edificio esperaba desconcertado: güero, le llegó una visita pero no quiso identificarse ni darme su nombre –dijo–. Un impulso me guió. Subí deprisa por la escalera. Tal vez lloré.
- – bienvenido a casa –dijo–
Bajo las gotas de una ducha tibia limpié su cansancio, bendije su cuerpo, palmo a palmo, adoré cada poro de su piel y cada latido de su alma, una marea de amor y concupiscencia nos condujo entre la tarde y la madrugada. Desde entonces hemos sido dos animales en celo sin más misión que el amor y sin más deber que querernos.
Más grande que el mar, Agnieszka y yo hemos tendido un puente, está hecho de amor infinito, nacerá dentro de dos meses, se llamará Triana. He prometido que junto con ella aprenderé a hablar el polaco.
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