Mis previsiones para el viaje a Paragsha fueron considerables, podría decirse que invertí todo cuanto tenía y hasta más, pues no sólo liquidé enseres y tesoros sino que me vi en necesidad de empeñar los bienes que me fueron confiados para mi ocupación. Inclusive, a pesar de las objeciones de los que saben ―incluyendo las de mi hermano―, decidí agotar la fatigosa empresa de conseguir un guía; ardua labor que sabiéndose mi condición de primerizo, se me fue velada.
Paragsha, dentro de nuestra localidad, ha repercutido invariablemente en cada uno de sus habitantes a través de generaciones. No es sino cuando se lleva a cabo el viaje ―y qué viaje, porqué nos separan miles de kilómetros― cuando la vida se revela glamorosa y cubre al viajero con una sabiduría conspicua y un ángel irresistible. Es por eso que casi no hay gente aquí. Somos exportadores de recursos humanos; cada que uno regresa del idilio con las alturas, y en vista que nuestras plazas están llenas, parte hacia tierras foráneas a ejercer su profesión. No hace falta decir que todos representan la vanguardia en sus campos y es que, para nosotros, el acto de viajar ―al menos hacía Paragsha―, es un hecho institucionalizado. Pero mi caso es otro. Todo lo que busco en Paragsha es una cura para mi condición, un segundo aire que me dé vigor y una oportunidad que me redima, y así se lo hice saber a mi hermano que, en un acto de filial misericordia ―propia de alguien que ya ha realizado el viaje― me acompaña como guía. Es por eso que estoy tan consternado con nuestra situación actual. Han pasado 2 semanas desde que partimos y la comida se agota, el agua escasea y el camino se presenta incierto. «Tú tranquilo, no te das cuenta de todo lo que caminaste, los obstáculos que franqueaste ―me dice, muy sereno―. No puede haber nada que merezca tu preocupación». Y es que tiene razón, dejando de lado los futuros de los que nada se sabe, creo haber pasado lo peor.
Un 5 de enero partimos. Los primeros días fueron como cualquier viaje a provincia convencional: compra de pasajes, datación de equipaje, abordaje del ómnibus y un tránsito zigzagueante más hacía arriba y a los lados que rectamente. El axioma “la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta” no es válida aquí, no en estas zonas agrestes donde la tierra se levanta henchida de una vorágine altitudinal que desafía la gravidez. Aquí se rodea, se avanza como se puede, cansinamente, como pidiendo disculpas en cada recodo y resolviéndose a acatar el dictamen de los cerros; tampoco hay carreteras, el precipicio es un pasajero más que nos respira en la nuca y hay que acogerlo, hacerlo parte de la caravana. Arribamos 2 días después a un pueblito llamado Zarcha sobre los 3500 msnm. En este punto empezó el verdadero viaje, uno a pie. Lo agotamos todo. Comprendí que no hay previsión posible cuando se enfrenta a lo desconocido.
Aún no llegamos y ya me siento bendecido con el paisaje tan desolador, uno diría que aquí nada puede florecer pero en cierta forma eso hace aún más especial a lo que no perece en la puna. Sin embargo, aún extraño los primeros días en que mis ojos se perdían sin saber dónde mirar en la inmensidad de la distancia. También recuerdo, pero muy a mi pesar, que al poco tiempo de trocha sufrí (como todo costeño) la inclemencia de la altura. Me sangraba la nariz, me reventaba la cabeza y las sienes me palpitaban como tambores; fue allí cuando acuñé la bendita coca, «vamos a parar aquí ―me dijo, imperturbable―. Tranquilo, respira de a pocos, ten, límpiate… ¿Mejor? Entonces toma, mantenlo en los carrillos, como un caramelo». Hubiera aceptado cualquier cosa de Asier y tal como estaba era cuestión de obedecer pero, es que era solamente una hoja enrollada con cal, y es que, aun siendo común en estos lares, siempre la vi con reticencia; el empoderamiento fue gradual y comprendí su uso a la vez que maldije la perversión humana nacida a partir de esta.
Se podría decir que ahora estoy adaptado, siempre y cuando sea caminar, no desfallezco. No tengo idea de cuánto camino nos falta pero el peligro es real, nos queda agua para apenas un día. Por fortuna no estoy solo, veo a Asier y me insuflo de una seguridad casi mágica, quien lo viera concluiría que es inexpugnable. Hace 3 días nos cruzamos con un lugareño, no le pedimos nada; nada tenía que dar; nos miraba lánguido sabiendo a dónde íbamos, y cuando la pregunta de rigor se hizo, respondió: «aquisito noma, ondel cerro alfondo y recto polas pircas azulencas». Hemos sucedido ese cerro, metros más allá trasueño un hito de 4000 metros que Asier corrobora después. Trajinamos su encuentro y nos tumbamos junto al ichu hirsuto. Distendiendo, me conversa:
―No te das cuenta de nada, ¿eh? ―Y alza la mirada―. Desde ayer estoy que me solazo viéndolo, me relaja.
―De qué hablas ―respondo―, si no hay nada que ver… ―Pero al despegar la vista del camino veo en el cielo una mancha informe que contrasta en el vacío, trazos ingentes de colores arcanos devoran el espacio y se solapan con lo sobrenatural.
―Es allí donde se rompe el cielo ―dice Asier, luego de respetar mi silencio―, la gente de aquí cree que los picos de estos cerros que ves arriba lo desgarran. Imagina al firmamento como un lienzo multicolor y a los picachos como lanzas; de tanto que apuntan arriba, y con lo altos que están, éstos terminan por perforarlo. Lo que ves, según ellos, es su sangre, una sangre etérea.
―¿Es allí a dónde vamos?
―No, nada que hacer, está muy alto. Además, Paragsha queda en el lado opuesto, más abajo.
―Una lástima, oye, por cierto ―le digo, fascinado por la situación―. ¿Y qué vamos a hacer cuando lleguemos a Paragsha?
―Que qué vamos a hacer ―responde incrédulo―, pues nada, nos volvemos.
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