“Los labios insinuantes del recuerdo me han besado con sabores de ayer y en la pizarra enigmática, de aquel asfalto gris yo… ella; éramos al crepúsculo como dos signos de interrogación”
Carlos Oquendo de Amat
Tres
Veo tu rostro, desde el fondo oscuro de una habitación, en la que ya nada de nosotros. Ninguno de los dos vive aquí y en mi memoria los adioses se aletargan. Los hilos de la tierra y del sueño -como me explicaste, se llamaban los telares de la entrada- tensaron tu ausencia; pero la memoria, anclada, vacilante y perdida, va haciéndose más pequeñita, proclive a desaparecer. Una hilera de finas gotas se posa sobre la ventana y tu voz cansada, como en un bostezo, pronuncia la última sílaba: aquí solo tenemos la ilusión de la lluvia. Guardo tus 5 metros de poemas en mi equipaje y preparo para salir del hotel rumbo al mar, hacia el puerto, hacia La Punta.
Dos
El fulgor desdibuja la quietud, juego de sombras y luces, piel que se entrelaza descubriendo heridas, besos que destrozan otras ausencias. El tiempo en que somos extraños, pretendiendo conocer nuestros abismos, pretendiendo ser vuelo y poesía, pronto para seguir cayendo, mientras mi ser invoca la lluvia y tú regresas a la quietud inicial, luego de cerrar las cortinas. Te beso, y parecías más cálido la primera vez que te vi, a medianoche, cuando yo tan solo era una mujer más recorriendo la historia de tu patria en este antiguo edificio. Al parecer duermes plácidamente, y sólo puedo sumergirme en la extensión del techo de esta habitación, con tus manos morenas entre la palidez de las mías. Imagino su intenso vibrar al ritmo del charango, su danza de aire en el sonar de las zampoñas y me sorprendo de las huellas que mi imaginación les va dejando y rápidamente desaparecen, de cómo otras ideas viajan con gran velocidad por mi mente a esta hora en que mis ojos siguen abiertos después de cinco horas de vuelo, ojos que apenas logran ubicarse en una ciudad desconocida y su amanecer, mientras descubro los versos de Amat, disfrutando la fortuna de tener una versión inédita en mis manos.
Uno
El deseo es un instante prisionero en el silencio. Le entrego mi pasaporte, le digo que mi apellido es de origen italiano, pero mi procedencia no, que en nosotros corre la sangre de la misma tierra, de latinoamerica. Me convida uno de sus cigarrillos y le pido una botella de agua, para sopesar la incertidumbre de Lima a la media noche, ciudad con olor a mar y poesía. Le digo que he venido buscando un libro, que si conoce a Carlos Oquendo de Amat, me dice que en su casillero del hotel guarda su propio volumen de 5 metros de poemas, que su favorito es «Naturaleza» y sus palabras son para mí, el aviso de lo que está por suceder. Luego me pregunta que si he venido sola y ahora sentados en el balcón del Hostel 1900, agito mis pies con ansiedad frente a él. Recorro con la caída accidental de mi zapato, su pie, hasta hacerlo estremecer hasta su rodilla, una y otra vez, con entereza, persuadida que comprenderá, que no necesita más gestos. Al arrojar las colillas en la basura, notamos que es momento de partir, de emprender la caída, asiento a las banalidades de los otros huéspedes, juego billar con los sociólogos americanos, que trasforman en cliché la conducta de nuestros pueblos; me bebo a cántaros las botellas de Cusqueña dorada con las mochileras francesas que comparten sus camarotes con otros extranjeros en busca de la ruta sagrada a Machu Picchu. Espero ansiosamente el inicio del teatro, el momento indicado en que el signo sea comprendido y él se disculpe bajo una excusa convencional, como por ejemplo que su turno en la recepción ha terminado, confirmando así mi salida inmediata y simultánea del bar-restaurante, dispuestos a atravesar el camino de lluvia, de la única lluvia posible.
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