De aquel día fueron testigos varios cipreses, cientos de hojas doradas y unas cuantas flores sin nombre.
Paseábamos entre viñedos, olivos e higueras, cogidos de la mano solo a ratos por miedo a ser vistos. Estábamos siempre dispuestos a recorrer carreteras y paisajes de barro y luz.
Nos mirábamos a los ojos de manera furtiva, arrancándonos sonrisas el uno al otro sin demasiado esfuerzo. Porque como tú solías decir, la sintonía derriba muros y acerca corazones.
Caminábamos sobre el suelo de pizarra negra, explorando rincones y dejando que el tiempo transcurriese sin prisa como si lo hubiera, cuando ambos sabíamos que lo que no había era tiempo…
Seguimos buscándonos en cada esquina, en cada conversación. Luego, entre plato y plato, más sonrisas, más miradas. Solo faltaron unas cuantas velas y otras tantas promesas que cumplir.
Y a la vuelta, mientras caía el sol de la tarde en el horizonte que dejábamos atrás, volvió a revelársenos la misma certeza. Ésa cuyo secreto también conoció el mirlo en mi terraza. Ése que calló para siempre, porque nos despedimos sin saber que aquella sería la última vez.
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