Tomar un avión, subirnos a un tren, navegar en un crucero, conducir por horas, o simplemente caminar durante días buscando alcanzar algo.Todos hemos viajado alguna vez. Por placer, por negocios, para visitar a un familiar o una persona amada distante miles de kilómetros, o en alguna misión secreta muy importante.
Dependiendo de cuánto tardemos en volver (si volvemos), qué llevamos, y cuál es el medio de transporte elegido, así como dónde nos alojamos y con quienes nos relacionamos, es que podremos distinguirnos como viajeros o como turistas.
Si tomamos un tour y nos dejamos arrastrar a monumentos y museos, a almuerzos y cenas programadas, a un itinerario infalible en el que prima la comodidad de la que disfrutamos también en nuestro hogar, es que somos unos turistas. La cámara fotográfica, el mapa detallado, las guías impresas, los intérpretes a la mano, la crema bloqueadora y los lentes de sol nos identificarán a millas de distancia…y todo nos costará el triple.
Pero si solo cargamos una mochila con lo indispensable, nos subimos al subterráneo de una ciudad que jamás hemos pisado, deambulamos por sus calles y plazas, coleccionamos sonrisas de personas, nos hacemos entender por señas, somos receptores de los dramas y tragedias que otros no ven, paramos en cualquier café o restaurante para probar algún potaje extraño solamente porque tenemos hambre y el lugar o la mesera nos agradó, y contamos las monedas que nos quedan para pagar la merienda y transportarnos a otro punto… es que somos unos perfectos viajeros.
La diferencia salta a la vista. No es lo mismo aparentar o ser un dignatario en vacaciones, entusiasmado por llenar un álbum con estampas de todos los lugares famosos y pintorescos visitados, que caminar feliz de ser un desconocido que se mezcla con la gente, aspirando los perfumes de los parques, de las cocinas, o de las hermosas mujeres que nos cruzamos. El turista busca cuantificar todo lo que ve mientras que el viajero extrae la cualidad de cada detalle, aún cuando lo que mira no sea agradable a la vista. Un escritor sostuvo alguna vez que ambos tienen los mismos órganos y sentidos, pero que lo que los hace disímiles es el uso que cada uno les da.
Hay un viaje, sin embargo, solo para conocedores. En él no es preciso siquiera comprar un billete de avión o tren, ni salir de nuestra ciudad, incluso de nuestra casa. Gracias al cine, hemos podido visitar lugares que jamás podríamos haber conocido en persona, identificar ambientes fantásticos o sórdidos, soñar despiertos con espacios abiertos a otros ojos.
Magníficos guionistas han plasmado argumentos en los que una ciudad era tan protagonista del film, o más, que los propios actores discurriendo por ella. Las películas de Woody Allen son todo un homenaje a Nueva York, y hay otros cineastas que han hecho lo propio con París, Roma, Praga, Venecia, Madrid, los pueblos mexicanos.
Existen cientos de cintas que son un ejemplo de publicidad viajera, una inspiración que ha servido para que millones de personas, entre las que estoy, se desplacen hacia tales lugares y sentirse imbuidos de la satisfacción de recorrer los mismos pasos de sus héroes o villanos favoritos en el ecran. Yo he viajado con ellas desde niño, lo sigo haciendo ya en la mitad de mi quinta década, y las he disfrutado casi tanto como cuando me fui realmente.
Por supuesto que en el cine hay viajes… y viajes. No es lo mismo el periplo a Islandia de Ben Stiller en La Vida secreta de Walter Mitty que la trágica travesía que unió y separó a Leonardo DiCaprio y Kate Winslet en Titanic. Tampoco es factible hallar coincidencias entre la aventura de Jack Black en Los Viajes de Gulliver con el reflexivo caminar de Brad Pitt para pasar Siete años en el Tibet.
Un estudio efectuado por especialistas en turismo de un periódico español concluyó que gracias a películas como El Gran Hotel Budapest y El Gran Gatsby, los vuelos a Hungría y a Nueva York crecieron entre 55 y 95% más durante sus estrenos que en temporadas normales.
Si se trata de hacer una bitácora de las mejores películas de viajes, sin dudar estarían para mi la emblemática Viaje a la Luna de Georges Méliés, filmada en los albores del cine, como La Vuelta al mundo en 80 días, ambas basadas en obras de Julio Verne, el novelista científico y pionero de las más fantásticas travesías, pues también describió el centro del globo terráqueo como las profundidades de los océanos, sin haberlos visto.
Mis mejores viajes cinéfilos fueron con Diarios de Motocicleta de Walter Salles, una suerte de anecdotario del joven Ché Guevara; 7 días en la Habana, dirigida por un número igual de realizadores, cada uno contando una historia en la isla caribeña; Comer, rezar, amar con Julia Roberts y Javier Bardem; El arte de viajar, realista radiografía de peripecias de los viajeros en Nicaragua, Panamá, Colombia, Perú y Bolivia; Hacia rutas salvajes, especial para mochileros aventureros; El Camino con Martin Sheen transportando las cenizas de su hijo, muerto en su peregrinar por el Camino de Santiago en España, haciendo la ruta en homenaje a él; la española El Olivo de Icíar Bollain; Memorias de Africa de Sydney Pollack; y la ecuatoriana Que tan lejos.
Pero hay muchas más para amantes de los viajes, combinados con historias de amor, dramas y tragedias, y hasta hechos sobrenaturales. En Lo imposible me sentí tan devastado como las víctimas de ese terrible tsunami, en Bajo el sol de la Toscana me identifiqué con Diane Lane, enamorada de una vetusta casa italiana; en Mi vida en ruinas disfruté ese paseo griego con Nia Vardalos, en Alma Salvaje caminé kilómetros con Reese Whiterspoon, en 12 Monos y El planeta de los simios me transporté a un apocalíptico futuro, y en Expreso de medianoche sufrí con Brad Davis su indigno encierro en una cárcel turca.
Viajemos. Llevemos nuestros huesos o nuestra mente a otros lugares. Viajar es estar vivo.
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