I
En algún punto de su aburrida existencia se dio cuenta de que vivir era más que ver pasar los días, descubrió que inevitablemente, quizás dentro de poco o en muchos años más, la luz de la juventud y la curiosidad se extinguiría en su interior limitándola a seguir respirando para ver un amanecer tras otro sin ningún significado que le llenara el corazón, o que respondiera a su necesidad de sentir su alma acongojarse ante uno de los espectáculos más puros que se podían presenciar, mucho menos atendería a su insaciable deseo de sentir en su cuerpo el delicioso cosquilleo de la emoción, la sensación casi orgásmica de encontrar en la cotidianidad algo digno de ser admirado por sus desanimados ojos. Supo en ese momento que había gastado de forma inútil sus años en la basta eternidad de un planeta en decadencia, uno que dentro de poco, al igual que ella, no lograría ser recordado más que por una breve y abrumadora duda que jamás sería pronunciada por culpa del temor que angustia a los inseguros, el miedo de ser recordados como locos les impediría saber que en la mente de todos se presenta como duda el si algo tan efímero como la Tierra alguna vez existió o solo era esa clase de anécdotas que cuenta el abuelo en medio de su estupor melancólico tras unas cuantas copas de vino. Se sintió entonces perdida en medio del océano a solas con sus pensamientos, gritando que los rayos del sol ya ni siquiera se molestaban en rozar su pálida piel, que los árboles no le murmuraban poemas por la noche y que las aves no le permitían ser parte de sus actos matutinos, como si el universo en sí mismo hubiera soltado su mano abandonándola su suerte, entregándola sin escrúpulos a los lobos; pero se culpaba, ella había decidido permanecer al margen de lo que podría ser, en ciertas oportunidades, la vida misma, el sentido de su marginal existencia.
II
Aquel día se sabía a sí misma hundida en la incertidumbre al descubrirse en medio del llanto sin una respuesta al porqué las lágrimas no dejaban de rodar por sus mejillas, se preguntaba si de alguna forma todo el dolor y el miedo habían encontrado, ya pasados los años, la forma de manifestarse y hacerle saber que no existía forma fácil para deshacerse de ellos, la primera nota de aviso. Hacerle frente a la realidad era la forma de salir a flote desde los inicios de la vida y así sería por algún tiempo más, pero ella no era, ni había sido nunca, especialmente hábil en el arte de hacer frente a los demonios que la perseguían en espera del día en que su indiferencia ante la miseria abandonara su debilitado cuerpo, ellos, que permanecían en una vigilia constante, sabían que llegado el momento no habría vuelta atrás, ella caería por el pozo que han estado cavando por años dando pie al predecible y maravilloso desenlace: su muerte. Mas apostar por su eventual fallecimiento era llevar al límite cualquier señal de desapego al instinto de supervivencia, era sabido que se hallaba en un viaje en busca de algo que le diera sentido a la monotonía a la que se veía sometida por cuenta propia, o al menos algo que la volviera tolerable, y, por más que esperaran el día del inevitable final, incluso sus demonios esperaban que lo encontrar, el juego no podía, ni debía, acabar sin una buena historia que contra de por medio, no acuñaban entre sus muy despreciables manías el gusto por los cuentos sin fondo ni forma, ni mucho menos por aquellos sin el apasionante desarrollo que brinda al lector cierta esperanza, que lo sumerge en una especie de ilusión ciega ante la ya conocida conclusión de la historia.
Más que hundida estaba perdida, y más que hundida en la incertidumbre, se había perdido en el intento de encontrarse, de reconocerse entre la multitud, de hallar en sí misma un rasgo distintivo con el que pudiera identificarse, uno con el cual pudiera certificar su existencia, o al menos conocerse real, única, y terminó allí, en medio de la nada con un vacío incluso más grande, sabiendo quizás demasiado, viéndose frente al espejo de la verdad y enfrentándose a la obligación de aceptar el conjunto de verdades que la hacían quien era y quien no quería ser, quien no estaba lista para ser, se vio de pronto en la obligación de volver a reprimir las partes que no estaba dispuesta a exponer ante la luz del conocimiento público, el gran conglomerado de adjetivos que ni siquiera quería revelarse a sí misma, que no quería aceptar como parte de sí, sin saber que mientras más se esmeraba en negarlos, más propios los volvía, más palpables y concretos. Reconocerse con las respuestas a las dudas que se había formulado desde que tenía memoria, causaban en ella la ansiedad que siempre provocan las verdades crudas. Se repetía imperturbable que todo el mundo tenía sus deslices, que todo el mundo pertenecía al club de placeres culposos, y que lejos de definirlos, solo era esa parte recóndita y primitiva que los alejaba de su verdadero y evolucionado ser, lo repetía como mantra, a sabiendas de cuán equivocada estaba, a sabiendas de que nuestros placeres culposos son ese breve listado de cosas que nos vuelven quienes somos, sabiendo que la metamorfosis entre el ser público y visible, y el ser real tras la máscara estaba dado, eventualmente, por el listado de cosas que disfrutamos presos de la culpa.
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