Nunca me creyeron.
Mejor así…porque en definitiva, el juego era ese. El engaño. Esconderse lo mejor posible y dejar que quién estaba contando hasta cien, tratara de hallar al resto de los participantes. Si podía.
Mis primos eran tres. Cándida, Ruli y Mario. Siempre juntos, en juegos, escuela y picardías. Aquella tarde comenzábamos a disfrutar de las vacaciones en casa de un tío de Mario. A tres kilómetros de la ciudad. En la vieja casona donde además, Don Raúl, el tío en cuestión, en sus años mozos, había desarrollado un emprendimiento un tanto…raro. Para el resto de los parientes, claro. Una fábrica de ataúdes. Y los exhibía en la sala central de la casa. Modelos para gente de poco poder adquisitivo y los otros, lujosos y de la mejor madera. Para quienes pudiesen pagarlo. Ahora esa sala estaba cerrada. Clausurada en realidad. Tío Raúl había muerto y su viuda, Doña Francesca, no quiso seguir con aquel negocio. Tampoco pudo vender el taller de fabricación ni los modelos que todavía se hallaban dentro. En penumbras, tapados con lienzos y arrullados con un silencio…sepulcral. El resto de la casa era normal. La amplia cocina, las cuatro habitaciones de la planta alta y el comedor. La galería que rodeaba la casa y el amplio patio, donde crecían pinos y fresnos, sala de juegos para nosotros. Allí podíamos correr e inventar otros mundos y por supuesto, escondernos, cuando jugar a «las escondidas» se elegía como la diversión principal.
Fueron ellos quienes decidieron cambiar el lugar de diversión e incluso puedo aseverar que fue Ruli quién consiguió romper el candado de entrada a la sala del tío, con una tenaza oxidada. Yo no sentí los ruidos. Tampoco puedo asegurar quién se escondió en uno u otro ataúd. Terminé de contar y en el horizonte ya la luz del sol se iba poniendo sobre los cerros de la región. Un manto de sombras, como una mano negra, iba cerrándose sobre la casa. Dejé de contar justo al llegar al número ochenta y tres, porque no escuché ningún otro bullicio de mis primos. Giré mi cabeza y mis ojos comenzaron a tratar de acostumbrarse a la incipiente oscuridad. Los llamé por sus nombres…intenté oir algo. Alguna risita nerviosa, un jadeo, un susurro. Algo que delatara a mis ocasionales contrincantes. Caminé hacia el fondo de la propiedad e intuí que podían estar cerca de la sala prohibida. Miré primero en el galpón de las herramientas, la puerta estaba abierta, estuvieron ahí…seguro. Detrás mío me pareció oir un leve grito. Un gemido. Me asusté al ver la puerta de la sala entreabierta, con la cadena cortada y el candado en el suelo…Ya imaginaba el castigo por profanar aquel lugar y desobedecer las normas familiares. Mamá estaría muy, muy enojada y la tía…furiosa. Y triste. En aquel lugar dormían los recuerdos mas tristes de su vida. Nosotros, mejor dicho, mis primos, los habían liberado. Solo quedaban cuatro ataúdes. Fui abriendo de a uno, convencido de que allí estaban Cándida, Ruli y Mario. Al llegar al tercero, caí en la cuenta que sería imposible, si no estaban en ese lugar, que estuvieran escondidos los tres en el faltante. No cabrían. Pero…si entraron…¿Dónde se escondieron? Alrededor de los cajones se veían dos sillones desvencijados y detrás de ellos, nada. Los ventanales estaban cerrados con maderos clavados en forma transversal y sus oscuros cortinados apenas dejaban pasar los rayos del sol. Era cierto. Allí el silencio era el de una bóveda. Frío.
Justo cuando desistí de buscarlos, satisfecha mi curiosidad, escuché la voz de mamá y la tía llamándonos a cenar. Nervioso, mi cabeza pensaba a mil revoluciones por minuto. ¿Qué iba a decir para disculparme…? ¿ Cómo saldría de este problema, sin acusar a mis primos y tratar de quedar fuera de la reprimenda? No lo pensé demasiado. Salté dentro del único ataúd que no había revisado y lo cerré desde adentro, tratando de no respirar fuerte, ni temblar tanto…Pasaron los minutos y el llamado de mamá y la tía iba haciéndose mas espaciado y…lejano. Hasta que ya no escuché mas sus voces. Tampoco las risas o el llamado de mis primos, ahora buscándome ellos a mí. Sería de noche. Traté de empujar la tapa del cajón y el olor a terciopelo húmedo y apelmazado me llenó las fosas nasales. Y mis nudillos ni siquiera la movieron. Aterrado y casi sin aire, grité y grité. No estaba seguro si oirían algo. Sacudí mi cuerpo para tratar de hacer caer el cajón al suelo, desde la tarima en que se encontraba. Imposible. Ni se movió. Lloraba. Y seguía gritando. Desesperado. Rasguñando hasta sangrar mis uñas, el odioso terciopelo rojo. Y parte de la madera. Y grité. Grité…Hasta desmayarme.
Fue una hora o dos o tres, mas tarde, no sé, en que la mano de mamá me sacudía aterrada, tratando de oírme respirar normalmente. Y el llanto de la tía, preguntándome al mismo tiempo donde estaban los primos. Los buscaron durante cinco horas y dieron aviso a la policía, sin ningún resultado. Era yo el ultimo en haberlos visto. Entonces les dije lo ocurrido. Fue entonces cuando me miraron como si estuviese desquiciado…en la sala, solo había un ataúd abierto. Aquel adonde yo casi quedé encerrado. Los otros tres, estaban clavados en sus tapas. Herméticamente. Vacíos sí. Pero inviolables. Y les dije, una y otra vez, que yo los revisé abiertos y los niños no estaban. Y no estaban por ningún lado…
Aquellas vacaciones en la vieja finca, me marcaron para siempre. Mi infancia murió con aquellas desapariciones. Y aunque ustedes tampoco me crean…hay noches en que, después de tantos años, veinte casi, todavía oigo los gritos ahogados de los niños. Buscándome…
OPINIONES Y COMENTARIOS