Creo que era el tercer día en Buenos Aires cuando mi papá, mi hermano y yo acordamos ir al barrio de San Isidro, en el tren de la Costa. Si no me equivoco, primero tomamos un ferrocarril ruidoso y viejo en el que los tres nos reíamos de las conversaciones de los argentinos, de sus maneras, de su tono de voz, finalmente, de las hipotéticas historias que escondían esos diálogos escuchados a pedazos, yuxtapuestos unos con otros. Creo que era la primera vez que mi hermano y yo íbamos en tren, pero nos comportábamos como viajeros experimentados, viendo los paisajes como quien vuelve a un lugar del pasado, típicamente limeños, aprendiendo a cultivar falsas nostalgias. Lo siguiente fue bajar junto a un puñado de personas que se perdió entre las calles de un silencioso lugar cuyo nombre no recuerdo.
Nosotros entramos en una estación fantasmal, vacía, cuyas máquinas dispensadoras de gaseosas y golosinas parecían restos de alguna guerra. Mi papá, con sus característicos ojos redondos, estaba convencido de que esa era la estación que nos llevaba a San Isidro. Aquí no hay ni dios, dije yo en broma. El último tren que llegó aquí es ese, dijo de pronto mi hermano, apuntando a un viejo vagón descarrilado y patas arriba, lleno de pintas y misivas revolucionarias. El tren pasará, decía mi papá, aunque no sé cuándo.
Y así nos pasamos un rato, que bien pudieron ser días e incluso meses. Primero nos tomamos fotos frente al vagón abandonado y luego en un banquito donde mi hermano y yo imaginamos ver a Borges, a Cortazar y a Maradona. Creo que también nos tomamos fotos mirando los rieles que desaparecían en el horizonte, en homenaje al porvenir, tan disolvente como aquellos años.
Allí estábamos, tres barquitos a la deriva, encallados en las cercanías del río de la Plata, esperando el tren que no llegaba. Mi hermano planteó la idea de ir caminando a San Isidro. Yo la de volver sobre nuestro pasos.
Ya, carajo, dijo mi papá, poniendo orden, dejen de joder que ya está viniendo.
Y ya no he podido quitarme esa imagen de la mente cinco años más tarde. En cierta forma, mi hermano con el pie apoyado al vagón arruinado mirando el cielo azulino; mi papá sentado en el banquito releyendo el tríptico y los horarios del tren de la Costa; yo tirando piedras a los rieles, intentando que estos se llevaran los pensamientos como lo hacía en Lima el Océano Pacífico; sí, en cierta forma así nos recuerdo, los tres amigos en un lugar en ninguna parte, cada quien a su manera, cada cual en su historia mínima, callada, presos de la insensatez y la aventura, esperando un tren que no llega.
Y recuerdo también el momento en que el tren llegó y mi papá, cual un niño, nos dijo cagándose de risa: se los dije, huevones, se los dije. Efectivamente, ese era el tren de la Costa, el tren de nuestras vidas.
A veces, como hoy, que mi papá está en Buenos Aires, mi hermano en Lima y yo aquí en Barcelona, me despierto practicando esa vieja costumbre que tenemos los limeños de recordar con encono aquello que no ha pasado, como si algunas mentiras más que mentiras fuesen senderos. Entonces recuerdo cosas ficticias, como por ejemplo, los tres encarrilando aquel vagón perdido y empujándolo hasta San Isidro; o viviendo un tiempo en esa estación fantasmal, alimentándonos con gaseosas y golosinas de principios del siglo XX, esperando y esperando; o caminando durante años hasta San Isidro, conversando de Latinoamérica, de sus problemas sin solución y del folclórico destino de sus habitantes. Y así como recuerdo también sueño con un día o una noche, en que los tres, habiendo llegado a nuestro porvenir, decidamos volver juntos en el tren de la Costa, volver a esa primera vida nuestra, de la que mi papá sabe algo más que nosotros. Y lo imagino contándonos quiénes éramos y cómo hablábamos, para que mi hermano y yo, como buenos limeños fantasiosos, nos inventemos el origen de las cosas.
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