El paisaje semidesértico de buena parte del trayecto de pronto se vio interrumpido por plantíos de aguacate, duraznos y aceitunas que matizaban de colores la monotonía reinante. El sol quemaba y la brisa despeinaba los mismos pensamientos que la acompañaron desde el primer día que recaló en aquel rincón del Bajío mexicano: su pasado reciente, la separación y una amarga nostalgia que subía desde el sur del sur para convertirla en la exiliada crónica que nunca más dejó de ser.
–¿Vamos por la de cuota o por la libre? ¿Qué prefieres?– interrumpió él, en un momento del trayecto.
–¿Qué diferencia hay exactamente?– retrucó la forastera.
–Bueno, digamos que si lo que buscas es un mínimo de seguridad y un viaje placentero, pues te conviene pagar la caseta e ir por la autopista de cuota. Si te gusta lo imprevisto y tienes tiempo, puedes aventurarte por la libre. ¿Cómo ves?
–Pues, veo bien, gracias– respondió desganada. Vamos por donde prefieras– concedió.
Él se había metido en su corazón sin pedir permiso, con la misma morosidad con que la rescató del acecho de un par de colegas en la previa de aquella junta académica. Aunque, fue ella la primera en romper el protocolo para burlarse de la estampa barroca de su escritorio tapizado de alebrijes, cajitas de talavera, animales diminutos de cerámica china, cambalache de recuerdos y recuerditos, de presentes y gracias de alumnas queridas y de queridas alumnas (que no son lo mismo).
Desde entonces, no pararon de jugar a la escondida. A ella no le importó que fuera el director, no le importó la argolla de su mano; no le importaba nada excepto el final de cada clase para rozarlo en las escaleras cuando él subía y ella bajaba, o cada jueves cuando colgada del balcón veía doblar en la esquina los focos de su auto.
Arribaron a Mineral de Pozos justo a esa hora en que el pueblo se sacude la calma chicha y se despereza de lo que parece haber sido una larga siesta. Era la primera vez lejos de la ciudad y la academia donde él la conquistó con sus modales propios y un parsimonioso juego de seducción.
Un primer paneo les devolvió lo que bien podía ser una escena rulfiana: un pueblo típico del México profundo habitado por almas en pena que deambulan de un lado a otro de las callejas angostas y cuyos susurros rebotan en las esquinas de las casonas de piedra. “Un comal sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno” evocó ella en automático.
–¿No es padrísimo?– preguntó él, admirando el mismo paisaje desolador y nostálgico de épocas de bonanza en las que el oro y la plata eran moneda corriente en estos lares. Hoy por hoy, con todo y sus encantos, Pozos llega apenas a reducto de artistas bohemios y artesanos locales o extranjeros que buscan aquí su musa inspiradora. En el mejor de los casos, puede convertirse en albergue transitorio de historias clandestinas.
Sin embargo, aquella tarde en Pozos por primera vez caminaron de la mano al rayo del sol, en lo que de a ratos parecía la promesa de algo más que “un viaje”… De vez en cuando, sus hombros rozaban los de él en un juego de proxemia que excede cualquier código, mientras él con una flor de lavanda que robó de un cerco le rozó la espalda dorada y arrebatada…
Comieron en El Jaral, un restaurante ubicado frente al jardín principal; entrada la tarde ella aprovechó para cultivar su afición de retratar puertas antiguas y él la suya: dar cátedra.
La noche los sorprendió, tequila en mano, en Posada de las Minas, un hotel boutique con enormes patios y jardines que recorrieron poco antes de desaparecer en una de las habitaciones que él escogió para ella. El amanecer se desplegó entre risas y susurros prematuramente interrumpidos.
–¿Bueno?– preguntó él al teléfono. Bien, la conferencia excelente… ¿el congreso? aburrido. Sí, muchos colegas, más de lo mismo, ¡bah!… ¿y las niñas?– preguntó en voz baja. Claro que me acuerdo… Dios mediante llego a esa hora…Un beso.
Cuando se volteó para abrazarla, ella se retiró en un primer impulso hasta que su espalda cedió a las caricias.
–¿Te gustó? – consultó él.
–Sí, un pintoresco escondite…
–No me refiero a Pozos…
–Sí, sí, también…– susurró ella.
–Y a mí me encantas tú… Oye, ven acá… ¡Ya hablamos una vez del tema y te expliqué con peras y manzanas…! Uff, mi matrimonio sabes bien que es muy complicado, pero yo no pienso poner en jaque mi familia y mucho menos a mis hijas. Ya vengo de una historia en la que me involucré y sufrí mucho, sobre todo porque era mi alumna … Pero contigo es diferente, tú eres guapa, divertida, inteligente…la pasamos padrísimo juntos… ¿cómo ves?
–¿Cómo veo qué cosa? ¿Pasarla “padrísimo” cuando vos y tus compromisos lo permiten?, ¿o deambular de pueblo fantasma en pueblo fantasma para cada tanto amanecer juntos?
–Son pueblos mágicos…
–Como sea; pueblos mágicos en los que abundan los fantasmas y las leyendas de aparecidos, las catedrales y las capillitas. Y vos querés todo: “la catedral” y “la capillita”.
–Estás exagerando, mi amor. No me digas que recién te cayó el veinte de cómo es esto– increpó él mientras organizaba la maleta y doblaba con parsimonia camisas impecables e inútiles corbatas. Además, está la universidad… el rector es mi cuate, pero hay cosas que no toleraría… Vamos, que se me hizo tarde– ordenó finalmente.
–En mi caso, nadie me espera y quiero llevarme otras tomas de este pueblo «mágico»– respondió ella desafiante, desenfundando su cámara.
–No te pongas, por favor, en ese plan de chiquilla caprichosa. Ya te expliqué cómo están las cosas y tengo la expectativa de que me hayas entendido.
–Perfectamente; y no es ningún plan, es una decisión: regreso sola, pero esta vez por la libre.
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