Alquilé una casa a las afueras de un pequeño pueblo de pescadores cerca de Stromness, al suroeste de Mainland, dispuesto a poner en orden mis ideas. Como dice mi psicóloga, con su peculiar costumbre de mirarme por encima de sus estrambóticas gafas, debía aceptar mi pasado, enterrarlo. Y qué mejor lugar para hacerlo que ese pueblo escogido al azar en el mapa, un pueblo perdido en mitad de las islas Orcadas.

Llovía sin descanso, variaba únicamente la intensidad. El octubre, en las islas, marca el inicio de la temporada baja y la sensación de soledad se hacía palpable. En la casa no había wifi, apenas tenía cobertura en el móvil. Sí, lo sé, realmente había venido a eso, pero a la hora de la verdad el silencio se me hizo tan intenso que tuve la necesidad de escapar en busca de un bar sin tan siquiera deshacer las maletas.

“The Missing Bell” era un pub oscuro que lucía con orgullo moqueta, madera y visillos de encaje elaborado. Una decoración obsoleta en un pueblo obsoleto en mitad de la nada. Al abrir la puerta, las cuatro personas que había en su interior alzaron la vista y, sin articular palabra, siguieron mis movimientos hasta que me senté en la barra del bar.

─ Debe disculparlos, no les gustan los extranjeros ─ me dijo el chico pelirrojo de detrás de la barra con un acento marcado y profundo.

Sin hacer caso al comentario, miré las botellas de la estantería que el chico tenía detrás. No había mucho donde elegir, así que me conformé con un vulgar J.B con hielo. El silencio me seguía ahogando desde dentro y decidí hacer lo mismo con él. Iba a ahogarlo en una copa de cada una de aquellas botellas sin más criterio que el que había elegido el dueño del bar para ordenarlas. Cuando estaba por la segunda copa, ya solo quedábamos el chico y yo en el bar.

─ ¿Qué ha venido a olvidar?─ me preguntó sin tapujos y sin rodeos.

Levanté la mirada y me encontré con unos ojos verdes prestándome atención, interrogándome. Entonces, el alcohol puso palabras a mis pensamientos, de repente, olvidé mi condición de cobarde y, sin poderlo remediar ni intentarlo, confié a ese extraño lo que tanto me había costado decir en la sala de la psicóloga. El chico escuchaba atento. Sacó una botella sin etiqueta y la puso encima de la barra. En su interior contenía un whisky de destilación casera con la apariencia inocente de un agua dorada y graduación suficiente para estar prohibida su venta. Me miró y yo asentí.

Tras unas copas compartidas, el chico se contagió del falso coraje y empezó a confesar también sus secretos. Tenía un talento no muy valorado en aquel lugar. Le apasionaba pintar, y no se le daba mal, lo sé porque me enseñó unos cuadros. Según me explicó, tuvo una etapa en la que se obsesionó con los desnudos hasta el punto de que, una noche, logró convencer a un amigo para que posara sin ropa a cambio de unas copas gratis en el bar. Cuando estaban en el estudio, su perfeccionismo obsesivo le impulsó a tocar el cuerpo de su amigo con el fin de memorizar con el tacto las proporciones exactas que debía trasladar al papel. En esos momentos les sorprendió su padre, las explicaciones fueron inútiles, lo que había visto le era suficiente y acabó con el tema como lo hace un buen padre, con mano dura, como se hacen las cosas en ese pequeño lugar. Según me iba relatando la imagen de ese padre irracional se transformó en mi pasado. Una vena paternalista, exaltada por las copas, ya no llevaba la cuenta de cuántas me había bebido, se apoderó de mí. Me apropié de todos los consejos que me habían dado en terapia y me convertí en una versión alcoholizada y barata de mi psicóloga.

─ Tú padre no es más que un cobarde, ¿me entiendes? Es un patético ser frustrado. Debes coger las riendas, ¡joder! Debes seguir tu vida y dejarlo a él en el pasado. Y créeme cuando te digo que el pasado se debe enterrar─ le dije mirándole firmemente a los ojos.

El chico no apartó la mirada. Alzó impetuosamente la copa y brindamos al unísono: “¡El pasado se debe enterrar!”.

Dejé al chico en el bar tan empoderado como borracho y me fui a la casa. Sin desvestirme, rodeado de mis maletas intactas, sin deshacer la cama, me dejé caer en ella y me dormí.

Al día siguiente, la resaca era considerable. Decidí despejarme dando una vuelta antes de deshacer el equipaje. Era temprano, el reloj no marcaba las seis de la mañana. Cuando bebo, duermo poco y mal. Un aire frío y una lluvia ligera empañaban el ambiente. El vaho de mi respiración y el crujir de la gravilla bajo mis botas me acompañaban. A lo lejos, en uno de los campos que custodian el camino entre la casa y el pueblo, distinguí a una persona cavando. Según me iba acercando, pude comprobar que era el chico del bar. Sus rizos rojizos, mojados, le cubrían parte del rostro. Un rostro malherido, golpeado. A su lado había un bulto alargado, algo envuelto en una sábana. La lluvia desvelaba la forma del contenido que el chico había querido ocultar. Sin articular palabra, el chico levantó de nuevo la pala y mirándome firmemente a los ojos, la volvió a clavar en la tierra.

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