La lectura como vehículo, y mi imaginación como combustible, me llevaron a La Plaza. Mi llegada fue discreta y me encontré sobrevolándola con una admiración sin límites, más aún puesto que yo no estaba allí si no de forma virtual. Mis adquiridas alas se desplegaron cubriendo las tres partes compuestas de suntuosos edificios y un gran arco principal; la cuarta parte, la que debiera cerrar el conjunto, la que completara la estructura, era agua. En ese momento las alas se negaron a volar y descendí, sin prisa y con algo de pudor sobre el estuario del río, la pared que cerraba La Plaza abierta.
Y entonces transporté mi imagen de cara al mar, ese que recibe con tanta generosidad el final del Tajo, y emocionada hasta la médula me vi bajando las escalinatas que descienden a las profundidades dejando que el agua mitad salada, mitad dulce, arrullara todos mis sentidos. Comprobé que yo ya había estado allí antes, que la sensación de familiaridad me era conocida, que quizá ya me asomé a la deslizante desembocadura desde la espléndida terraza, laberinto de múltiples aires y refugio de los vientos, en otros tiempos, en aquellos que el imponente palacio saludaba majestuosamente el lecho final del río.
Se me hizo necesario contrastar, en algún momento, este viaje espiritual con el físico, y viajé. Viví la ansiedad a medida que el tren cruzaba la frontera de Portugal de estar cada vez más cerca, de pisar, de tocar, de oler, de empaparme con las aguas que saludan sumisamente a La Plaça do Comércio.
La Plaza del Comercio es como se llama ahora después de que el terremoto destruyera el Palacio Real que allí se asentaba, por lo que también es conocida como Terreiro do Paço. Amplia y llana ha cedido el lado sur al compañero amable y siempre fiel que ya es y será su eterno enamorado.
Un amago de insensibilidad retuvo mi emoción cuando, ya de lejos vislumbré el Arco Triunfal da Rua Augusta, enfrentado al estuario. Mi mirada se resistió a tener una vista completa del Arco y el agua, del final y del principio, como si el mismo pudor que me invadió cuando la imaginación me llevo allí, ahora me protegiera de emociones sin control a las que podía sucumbir. Así me sentí, pero supe que lo soportaría.
Con precaución, e intentando impregnarme de cierta tranquilidad, respiré hondo, me llené del olor de aquel amplio espacio; sin cambiar la dirección de mis pasos giré la vista para admirar los arcos de los lados entreviendo las fachadas de los edificios. Me adueñé simbólicamente del lugar en un recogimiento que intuí prioritario para el comienzo de aquella aventura. Conscientemente, alerté mis cinco sentidos y mientras me acercaba a las planas escaleras cuyo final no veía pues las cubría el agua, abrí literalmente cada poro de mi cuerpo para que aquel paisaje conteniendo cada rastro de naturaleza se pegara a mi piel.Ahora es mío.
En Lisboa, yo, erguida y alerta, saludé aquella llanura de agua dulce que se bamboleaba, como si el Tajo preparara sus nupcias con el Atlántico y dejando de lado los espacios y el tiempo conseguí fundirme con él a cada escalón que bajaba, dejando que rozara la punta de mis zapatos, salpicando mi cara la espuma repelida por las dos columnas, puerta al infinito porque no se cierra nunca. Y al infinito me asomé. Cada columna por separado tiraba de mí hacia el fondo; con gusto hubiera dejado que esa hipnótica atracción me envolviera en la profundidad, pero al observar los fascinantes y altivos pilares intuí que su presencia me alertaban de un renacimiento que yo misma provocaba.
Puedo decir con orgullo que mis orígenes se asienta en la orilla del Tajo, puedo silenciar muy alto que conozco el camino porque he visto su final.
MAYCA MARGON
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