— ¡Alto conductor, pare por favor, párese le digo!
Se quedó electrizado, espeluznado más bien, aferrándose el volante con ambas manos mientras hincaba el pie en el pedal del freno haciendo que todos los viajeros pegasen un cabezazo contra el asiento. Lo primero que pensaron todos, chófer incluido, es que habían atropellado a alguien al hacer la maniobra, algún niño que se habría metido por algún ángulo muerto del retrovisor, seguro, cómo si lo viera.
— ¿Qué es lo que pasa ahora señora? – preguntó el conductor una vez consiguió que su corazón abandonase la garganta para volver a ocupar el lugar habitual.
— Mi compañera, falta mi compañera – respondió la interpelada con una voz que más parecía un gañido de un perro, y que arrancó las carcajadas de parte de la concurrencia, mientras la otra parte conminaba airada al chófer para que prosiguiera la maniobra. – Está en el baño de la estación – continuó la gañidera, ajena al resto de comentarios – No se encontraba bien y tuvo que entrar en el baño. Por favor, espérela, no creo que tarde mucho.
El chófer conectó el walkie para solicitar instrucciones al puesto de control de la estación. Después de explicar la situación y esperar cerca de treinta segundos una respuesta, el aparato chisporroteó y se oyó claramente en las primeras filas:
— Que se fastidie; ya cogerá otro. Tú tira que ya vas con retraso.
Elevó la mirada al techo mientras apagaba el intercomunicador y ponía nuevamente el vehículo en marcha. También los ocupantes de las primeras filas le oyeron pensar en alto:
— ¡Serán hijos de…!
Una vez fuera de la estación, embocando ya las estribaciones del último polígono industrial, a punto de coger la autopista, el guirigay reinaba en el autobús; la excitación producida por el retraso acumulado, el descontrol de la estación, el exceso de gente, de maletas y de nervios por unas vacaciones de semana santa largamente esperadas, hacía mella en muchos de los pasajeros que, acuciados sobre todo por ese retraso en el horario y viendo peligrar sus conexiones, voceaban pidiendo que acelerase más, o que se saltase los semáforos en rojo, ya que no cruzaba nadie. Algunos intentaban hablar por teléfono, a gritos, para comunicar sabe dios a quién, que acababan de salir, o que llegarían más tarde.
El chófer, en su punto más alto de ebullición, paró el vehículo en el arcén, se puso en pie, micrófono en mano, a la altura de la primera fila de asientos, y se dirigió al pasaje:
— Señoras y señores viajeros y viajeras – la empresa era muy mirada con el tema de la igualdad y había que guardar las formas – hemos vivido una situación complicada y desagradable que nos ha originado un retraso importante e indeseado, al margen del que ya habíamos acumulado antes de la llegada, que no era menor. Pero desde aquí les digo que como a partir de este momento no haya un silencio sepulcral, les juro por mi santa madre que en gloria esté, que paro el coche en medio de la autopista y les desalojo a todos y a todas en el arcén. Y después llamaré a la guardia civil para que les recoja – poco a poco el tono de voz había ido in crescendo, haciendo innecesario el micrófono que blandía en su puño a modo de Tizona. Terminó con un bramido atronador – No quiero volver a oír una sola voz hasta que lleguemos a Zaragoza ¿Queda suficientemente claro?
Parece que surtió efecto la arenga. El resto del viaje fue una auténtica balsa de aceite. No se oyó ni un murmullo, ni siquiera sonó ningún móvil, que ya es raro. Bueno, no todo en realidad. Aún quedaba la guinda del pastel. Y eso ocurrió cuando quedaban menos de cincuenta kilómetros para llegar al destino. Sucedió que una señora, una madre que viajaba con su bebé de pocos meses en brazos, debió de vencerla el cansancio, o la tensión acumulada, el caso es que cayó en un sopor, relajó los brazos y el bebé se le fue al suelo, cayendo al pasillo con un trompazo que, en medio del silencio reinante, sobresaltó a todo el mundo.
Acto seguido, como es lógico, se armó la mundial; el bebé berreando, la madre que se dio a las voces, los pasajeros más próximos, una vez repuestos del susto inicial, viendo que la criatura sangraba, no se sabe muy bien si por alguna herida en la cabeza, o por el oído, también gritaban dando la voz de alarma. El chófer, tranquilo y profesional, sin parar el autobús marcó el 112 en el móvil y explicó la nueva situación producida informando de la ubicación exacta del convoy. A los pocos instantes una pareja de motoristas de la guardia civil, materializada de entre la nada, se puso delante del autobús abriéndole paso a golpe de sirena mientras incrementaba la velocidad por momentos.
Una vez en la ciudad la caravana continuó su marcha trepidante hasta llegar al servicio de urgencias del hospital; mientras, volvía a entreverse alguna que otra imprecación de los viajeros más protestones, molestos con el nuevo retraso que ocasionaba el desvío.
En el tiempo en que el equipo de urgencias accedía al bus y se ocupaba del niño y de la madre, el viajero que ocupaba el asiento justo detrás del conductor, que se había pasado todo el viaje semiacurrucado, procurando pasar desapercibido, oyó como éste hablaba en voz bajita por teléfono con su mujer, o su pareja, para decirle que más o menos había llegado:
— Hola cariño,… sí, ahora mismo,… no, en la estación aún no; ya te contaré. Mira una cosa, cielo, ya sé que no viene a cuento y que ahora mismo no lo entenderás, pero te lo quiero decir. ¡Jamás, mira bien lo que te digo, jamás cogeremos un autobús de línea regular para irnos de vacaciones!, ¡aunque lo tengamos gratis!
Y colgó.
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