Casi todas las mujeres que hubo en mi vida aportaron algo nuevo que me ayudó a conocerlas, respetarlas y amarlas. Las hubo inteligentes, bellas, falsas, correctas, divertidas, descaradas, mayores, jóvenes, elegantes, ricas, pobres, viudas o casadas, pero ninguna se podía comparar con Maby.

La conocí en Viena durante el invierno cuando cogía el tranvía todas las mañanas. Nunca la había visto antes y ese día no pude resistir mirarla con descaro. A partir de entonces volví a encontrarla en todos los lugares de la ciudad; en los cafés, en las pastelerías, en la ópera, en las recepciones del consulado, en las terrazas, en casa de los amigos; en mi imaginación. Fue una obsesión para mí.

Era Navidad y me disponía a coger el tren para pasar la noche con mi familia y de repente la encontré en la estación como si de un fantasma se tratase y hubiese salido de la nada. Me miró con una sonrisa roja despanpanante, se acercó hacia mí y con desparpajo me invitó a que le ayudara con su maleta, a lo cual yo acepté atónito. Se sentó a mi lado sin prolegómenos y rápidamente, como si nos conociéramos de toda la vida entablamos una conversación amena y cordial. Era una mujer muy culta. Durante el viaje hablamos de política y de religión, de historia, música, pintura, de las guerras y del amor.

Corría 1957 y las mujeres no vivían intensamente como Maby. Había estado casada dos veces con maridos algo dispares. El primero fue magnate de la industria londinense, el cual no pudo soportar la vida sensual y regalada que llevaba su esposa ajena a las exigencias del matrimonio y los códigos impuestos por la conyuntura social. El segundo matrimonio fue con su primo Enrique que la cautivó con promesas de sueños inauditos llenos de felicidad y placer, de aventuras y pasión, pero que acabaron convirtiendo a Maby en víctima indefensa, blanco fácil de los ataques moralistas de la época.

Era hermosa, independiente y derrochaba felicidad. Estaba hecha para tener una vida arriesgada, eludir el fracaso y gozar una vida consagrada al éxito y la libertad. Durante el trayecto, me relató cómo exploró en Alemania junto a sus amigos franceses, sus dotes de actriz y cantante, y de qué manera accedió al mundo del espectáculo con la ayuda de su amiga Asmah, a la que se la consideró un referente del espionaje alemán y que años más tarde sería asesinada por unos ladrones cuando entraron en su apartamento y se llevaron unos documentos y todas sus joyas.

Tomamos un té y pastas de miel en el bar y continuó hablando de una obra que escribió antes de la guerra. Maby me dijo que una vez reunió en su casa a sus amigos para poner en escena una publicación de su amigo Jean Pierre, de la cual fue protagonista y resultó un rotundo éxito en el teatro de Paris. Se emocionó con los recuerdos, se balanceaba hacia delante con el traqueteo del tren, gesticulaba con sus manos mientras hablaba y su boca me hechizaba con sus extrañas palabras, como una sacerdotisa tejiendo la magia de mis sueños. Era perfecta. Me atrapó como en un harén sin rejas, con la fantasía de una tarde de viaje, en un tren con destino y un final infinito.

Lamentablemente estaba muy lejos de que se fijara en mí. Había advertido su elocuencia, cortesía y los intensos intervalos de cercanía espiritual que me llevaban hasta ella y me daba la impresión de que brillaba a su lado, pero en el fondo sabía que solo era un viaje de ida, una casualidad entre dos personas, un milagro que nadie lo podría sacar a flote.

Le pregunté al revisor cuanto quedaba para llegar a Salzburgo y dijo que media hora. Entonces recuperé el ritmo normal de la respiración, la belleza del momento y el silencio se apoderó de mí. Estaba frente a ella mientras se arreglaba el sombrero de fieltro inclinándolo hacia atrás con elegancia y ponía sus guantes sobre el bolso. Le brillaban los ojos y todavía quedaban restos de carmín en sus labios. Esperaba de ella una invitación, una próxima vez para segir comentando la prensa, criticar el atuendo de los hombres jóvenes, hablar de la modernidad de los tiempos o del feminismo.

Sobresaltado, el revisor se dirigió hacia mí.

Señor, quedan cinco minutos para llegar, solo queda usted en el bar. Debe prepararse. Vamos a llegar enseguida.

-¿Dónde está la señora que estaba conmigo?- Le contesté algo aturdido.

-¿De qué habla señor? ¿Qué señora?-

El revisor me dijo que hice el trayecto sólo, que nadie me acompañó en ningún momento del viaje. No daba crédito a lo sucedido.

Cuando llegué a casa le conté la historia a mi padre y me dijo que me lo explicaría cuando estuviésemos solos en el salón. La velada de Navidad resultó mágica y desconcertante. Mientras, mi padre me cogía las manos con ternura y sosiego, me refería lo hermoso que era el futuro y el deleite de la felicidad, e insitía que no estamos sujetos a los límites del espacio y de paso me recordó, como murió mi madre. Lo hizo muchas veces, pero mi confusión nunca se disipó. Reuní todas mis fuerzas para arrancar de mi alma el recuerdo de Maby y no pronunciar su nombre jamás como me aconsejó mi padre.

A pesar de los esfuerzos para ordenar el rompecabezas, años más tarde en mi lecho de muerte, allá por 1979 logré entender el viaje de mi vida pues no solo debía abandonar el escenario y ser espectador, sino que debía interpretar la obra que Maby había escrito para mí.

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