El fin del viaje se adelanta

El fin del viaje se adelanta

Recuerdo cuando empecé a hacer la lista y por qué empecé a hacerla. Al principio fue difícil, pero mi abuelo me lo pidió, así que tuve que asimilarlo, creer en ello y llevarlo a cabo.

Así que aquí estoy, un día más sentado en la sala de espera rodeado de personas mayores. Es gracioso porque sea la hora que sea la que te hayan dado, nunca será la hora real a la que entrarás y la gente aún se sigue sorprendiendo por eso. Gente tosiendo a mi alrededor gente mayor quejándose de lo viejos que son, gente vieja quejándose de lo mayor que es.

– Perdone, ¿por qué número va? – me pregunta un señor (muy viejo, claro)

– Pues a ver, mire su número y súmele por lo menos diez más, multiplíquelo por dos y réstele un poco de paciencia. Por ese número vamos.

El señor sonríe y se sienta a mi lado. Después de media hora hablando conmigo me lo apunto en la lista.

En vaya lío me había metido mi abuelo con sus últimas palabras.

– Miguel, acaba conmigo.

Lágrimas, sollozos, ojos vidriosos, gritos sin sonido y una almohada.

Una almohada que usé con mi abuelo y que acabó siendo mi primer arma.

Un arma que con el tiempo fui mejorando, actualizando, haciéndola más silenciosa, menos dolorosa. Más segura.

Germán, fue el primer nombre que apunte en la lista. El nombre de mi abuelo.

Después de la muerte de mi abuelo y de sus palabras tuve que analizar y pensar muy bien lo que iba a tener que hacer a partir de ese momento. Mi abuelo quería que nadie más tuviese que sufrir como él y me pidió a mí antes de decirme que lo matara que me encargase de ello. Y me hizo prometérselo. Y yo siempre cumplo mis promesas, siempre.

Lo primero que tenía que hacer era encontrar el lugar perfecto en el que habitaban mis víctimas, y la verdad, no fue nada difícil. El médico de cabecera. Repleto de personas mayores deseosos por contar sus problemas. Los escucharía, los analizaría y decidiría si los apuntaba a mi lista.

Carmen tenía ochenta y cinco años y un hijo soltero que vivía con ella. Sufría de artritis, principio de alzhéimer y tenía un cáncer de ovarios que le había creado metástasis en el hígado. Y todo eso me lo contó simplemente sentándome a su lado. Y por supuesto, me lo contaba cada vez que me veía.

Un caramelo fue mi segunda arma y Carmen el segundo nombre que apunté en mi lista. Mi abuelo no tenía ni idea de lo difícil que sería el trabajo que me había encomendado. No solo por matar ancianos, eso al final lo había acabado asumiendo. Sino por pensar el plan, eso era lo difícil. El cómo matarlos me acababa matando a mí noche tras noche.

El caramelo fue mi obra maestra. Busqué en google qué llevaba el veneno para ratas, y me di cuenta de que estaba compuesto de anticoagulante, perfecto para lograr la muerte de Carmen.

La pequeña tos de Carmen a mi lado la acercaba poco a poco a la muerte.

– Tome señora Carmen, estos caramelos son buenísimos para la tos. Tómese dos o tres y se le quitará seguro. Y mire, llévese el paquete que la noto yo a usted bastante cogida de la garganta.

– ¿Te conozco de algo chico? Bueno, da igual, muchas gracias, hijo – me dijo mientras se metía cinco caramelos en la boca

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