Luis lee ensimismado las noticias en su móvil, mientras Andrea y María parlotean sobre no sabe bien que cosas. Un enlace le lleva a los próximos conciertos que se celebran, con curiosidad desliza su dedo sobre la pantalla, de pronto se para y comenta en voz alta:

—Chicas, A-ha vuelve a los escenarios.

  • ¿A-ha?— comenta extrañada María— ¿aún cantan?

Luis va detallando las ciudades donde tienen previsto asistir, Amsterdam, Munich, Zurich.

María da un brinco en la silla, como si hubiera pulsado un resorte. — Zurich, Zurich, sí vamos a Zurich— me apunto.

Entre risas en cuestión de minutos están los tres ya subidos en el avión, billetes comprados.

Tras las risas, ya en la soledad de su apartamento, María comprendió que ese destino era más que un simple viaje de ocio, era la posibilidad de vivir en primera persona las historias con las que había nacido, era el legado que sus padres le habían regalado desde su más tierna infancia. Ya en infinidad de ocasiones habían intentado viajar juntos hacía allí, pero las circunstancias nunca lo permitieron y se quedó como un sueño sin cumplir. María quería ser la ventana a ese mundo ya casi olvidado, quizás en un último intento de preservar los recuerdos. En lo más profundo de su ser sabía que ese viaje no era para ella sino para sus padres, era su regalo, era su lucha interior de reunir todos esos momentos en su maleta y poder traerla de vuelta repleta, sin dejar ninguno atrás, sin permitir que desaparecieran jamás.

Si María está emocionada por su viaje, su padre lo está aún más, observa boquiabierto los francos suizos que ha cambiado María en el banco.

Su padre, con manos temblorosas rebusca en su baúl, le enseña sus pasaportes, los billetes de tranvía, sus permisos de trabajo, todos ya en un color amarillento, postales de paisaje nevados, monedas ya en desuso. Le relata una vez más historias sobre sitios, personas y vivencias, como si todo ello fuese ocurrido ayer. Les embarga la curiosidad de si aquello seguirá igual.

Buscando en el álbum de fotos familiar localiza fotos en blanco y negro de su joven madre cruzando el puente de río Limmat, enfundada en un largo abrigo negro y con unas botas altas de nieve, de sus padres y tíos en la terraza de un precioso apartamento con vistas al lago, de su primito Enrique con unos pantalones a rayas en la guardería (kindergarten), aún recuerda las canciones que le cantaba en alemán y los ricos dulces de mazapán con forma de verduras y frutas diminutas que les enviaban sus tíos desde allá.

A su mente acudían presurosas nombres de calles y plazas de los que había escuchado hablar, (Limmat Platz, Universidad Straße, Bahnhofstrasse), imágenes nunca vividas de los tranvías que recorrían la ciudad, de los restaurantes y supermercados dónde trabajaron papá y mamá, del frío invernal, las palabras aprendidas en alemán e italiano, los platos suculentos de la gastronomía suiza adoptados en casa (schinken und ei, cordon bleu, cervelat, kartoffeln). Tantas y tantas historias relatadas durante su infancia, recuerdos de emigrantes retornados que aunque bien no quisieron que María naciera allí siempre hablaron de esa ciudad con añoranza.

Cuando María sale de la Estación y atraviesa el río Limmat siente como si aquello lo conociera ya, sus ojos abiertos como platos, absorbe con cada paso que da todo lo que ve y escucha a su alrededor, el sonido de las campanas de las iglesias con tejados puntiagudos, el sonido de los tranvías que pasan sin cesar, el sonido de los patos y cisnes que se pasean por el lago. Una sonrisa se dibuja en su cara cada vez que lee el nombre de una calle, cada vez que descubre un plato en el menú aunque este en alemán.

Con su móvil en mano hace fotos sin parar, aquí y allá, graba vídeos de sus paseos, del río, de los tranvías, de los copos de nieve que caen, de los patos que alzan en vuelo, intentando captar las luces, los sonidos, el ajetreo diario de la ciudad.

¿Se apreciará lo cambiada que está?

Sensaciones, emociones, recuerdos ajenos hechos propios. Se siente como una viajera en el tiempo, atesorando momentos.

La maleta de María llega repleta de chocolatinas, dulces de mazapán, bretzels. Emocionada se los da a probar a mamá, le enseña las postales, las fotos, pero mamá sigue sin recordar.

Mira a su padre, el corazón se le encoge, las lágrimas se desbordan una vez más.

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