Tan lejos como pude

Tan lejos como pude

Adanhiel

14/06/2018

Me apresto a salir del trabajo y me pregunto si realmente, algo que comenzó como una eventualidad para pagarme mis estudios, facilitándome un bienvenido extra a fin de mes, una vez abandonados éstos, por considerarlos una velada, pero patente, imposición de mis padres, será mi referente laboral hasta el final de mis (deduzco) patéticos días. La hostelería no está lo que se dice muy bien pagada, ni especialmente considerada socialmente hablando, pero no me importa demasiado ya que soy relativamente joven, una hormiguilla que, poquito a poquito, va ahorrando lo suficiente como para, pasado un tiempo, poder lograr lo que ha sido desde siempre un reto, una subyacente necesidad de conocer lo desconocido, de visitar otras costumbres, otras culturas… ¡de traspasar fronteras que no tienen por qué ser necesariamente físicas! Tengo todavía que esperar, no obstante, para emprender un recorrido épico y en solitario por las rutas que hace tiempo tengo en mente, en un más que probable trasfondo vital que nace de mi inquieto inconsciente. ¿Lograré llevar a cabo mis planes finalmente? Estoy convencido de que así será pero… ¿y mientras tanto? Hoy, precísamente hoy, comienzo mi mesecito de bien ganadas vacaciones, es por eso que retorno a mi coqueto (aunque caótico), pisito de soltero en el que me espera una experiencia que sí me puedo costear económica y coyunturalmente.


Un buen amigo, al que admiro por esa compartida sed aventurera a la que un día pretendo dar oportuna salida, recién vino de Mejico trayéndome la posibilidad real y asequible de poder realizar un viaje sin igual sin necesidad de salir de mi propio apartamento. Estuvo en contacto con una tribu indígena, llamados huicholes, con un chamán que le facilitó vivir la experiencia con el peyote, una planta sanadora y que, en las dósis adecuadas, puede inducir estados de consciencia metafísicos… una especie de viajes astrales (si es que de esa forma tan esotérica pueden denominarse) que, con unas simples indicaciones, podré procurarme con más ansias que medrosa prudencia por mi parte.


Llego, por fin, a mi hogar, que lo ha sido en los últimos años de mi vida, cierro la puerta tras de mi y la atranco convenientemente; no porque tema que nadie me vaya a sorprender sino para impedir que, en pleno trance, me dé por salir para que todo el vecindario especule con mi falta de sobriedad y, de paso, de sentido común que, aunque sea el menos común de los sentidos creo que, hasta el momento, no me ha faltado nunca. Sigo las instrucciones que mi amigo me procuró despejando mi saloncito lo mejor que he podido de objetos contundentes con los que podría hacerme más daño que el presuntamente aceptable. Prosigo con una ceremonia que tiene su especial relevancia, como la del té en Japón, y, después de algún que otro pormenor, administro los botoncitos de la planta, a modo de prescribible dosificación, preparándome una bebida con un aspecto final (de agua embarrada) muy poco recomendable y atrayente. Pero mi determinación y mi entusiasmo no entienden a estas alturas de una vuelta atrás. Así que me la bebo en pocos tragos, pues el sabor es repulsivo y la textura del líquido me resulta chiclosa, como el de un potingue cualquiera.


En un primer momento no noto nada, así que permanezco en una, para mí, cómoda postura de flor de loto recordando las especificaciones que me facilitó mi buen amigo, y en las que me decía que los efectos, aun no siendo inmediatos, no se harían esperar. Paulatinamente voy notando que mi corazón no palpita nerviosamente, a lo cabritilla loca, como hace apenas unos instantes atrás; me encuentro inopinadamente sereno y, prácticamente sin pretenderlo, los ojos se me cierran. Mas, sorpresivamente, no por ello dejo de ver, en un sentido más que amplio de la palabra. Primeramente me veo a mí mismo como desde una vista aérea, cenital, mi vecindario… mi ciudad. Pero, a partir de una sucesión incesante de inauditas traslaciones, emotivísimamente, veo a mis difuntos padres sonrientes en un cielo azúl, en rostros dibujados como por experto pintor utilizando unas algodonosas y níveas nubes de un día tranquilo en un entorno tan bucólico como paradisíaco. Mi espíritu me agradece tal vívida visión con unas lágrimas, procedentes de mi misma alma, que me hacen saber, conocer con mística fehacencia, de la dicha que comparten más allá de tiempo y del espacio… Descanso un poco de lo visto y sentido y aunque mi cronómetro interior sé que no corresponde en absoluto con el externo, no sólo veo, sino que siento intensamente la naturaleza de mi mundo como todo un Pangea, un ser vivo que me llama para que comparta su pura esencia. Seguídamente palpo el niño que fuí, observo el hombre que seré, en una plácida senectud, y me extasío al comprobar como trasciendo de mi propio cuerpo… de mi propio ego, ampliando mi espectro de consciente y conciencia a niveles insospechados por mí.


Una lucidez inusitada precede al… ¿despertar? Me encuentro conmigo mismo y, para ser sincero, tampoco lo celebro demasiado. Un sudor frío recorre todo mi cuerpo y después de unas «recatadas» convulsiones siento que voy a vomitar… no pasa nada, estaba preparado pero, incluso con tal aconsejada previsión, me da el tiempo justo de acercarme el cubo que tenía uvicable para tal efecto, que recibe el resultado de lo que los indígenas mejicanos llaman la inesquibable purga. Y, efectivamente, no sólo siento que he purgado mi cuerpo, sino mi SER, así, con mayúsculas y con todas las letras. Compruebo, descorriendo las cortinas que preservaban mi intimidad, que ya es pleno día y pienso (ahora que acierto a hacerlo) que he renacido como persona, que veo la vida… ¡mi vida! desde otra muy peculiar perspectiva. Que emprenderé mis viajes en el futuro consciente de que éste fue el más intenso y revelador de ellos, sintiéndome privilegiado y muy contento de que, antes de comenzarlos, me preceda la enseñanza de un más que didáctico viaje interior de cuya guía responsabilizo a la propia trascendencia.




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