Mientras luchaba contra las interminables huestes del invierno, cada día que seguía vivo era una victoria, para los ojos del resto, una derrota. Una lucha sin ningún sentido ni objetivo, sobrevivir sin arca al diluvio universal. Pero para ÉL, todo el sentido se escondía detrás de aquella sonrisa que solo podía imaginar entre los reproches del destino.
Los ocho años que para cualquiera con fecha de caducidad pasaban en un suspiro, para ÉL eran más allá de la eternidad. Ocho años de incógnitas y suposiciones. Ocho años de una separación, un despido y un destierro. Ocho años de un embarazo. Ocho años de inviernos.
Inspirado en aquellos presos de las películas, ÉL no marcaba los días en la pared, marcaba las horas en el cartón de su cama. Al abrigo de un mal vino y tras una barba que se aferraba a su mentón como raíces plomizas, esperaba el único momento de tregua. El bando perdedor replegaba su desigual ejército en la trinchera de la desdicha. La suya, el hogar social donde con suerte, una vez al día, calentaba su cuerpo y enfriaba su rabia. Voluntarios con escasez de recursos y sobras de humanidad prolongaban las vidas de aquellos combatientes suicidas.
Las calles de la ciudad tejen una red de mentiras que solo los que duermen en ella pueden desencriptar. Una partida de ajedrez en lo más profundo de las alcantarillas del ser humano. Moviéndose con la liviandad que otorga la experiencia, ÉL llegó a saber dónde se encontraba, dónde vivía y por dónde latía aquella sonrisa que le mantenía vivo. Un largo viaje, una odisea por el bestiario de la inmundicia, muchas preguntas y ninguna respuesta, muchas dudas y ninguna certeza. El saberse cercano dolía más, pero ese dolor le mantenía más vivo, dispuesto a ganar cualquier batalla para alcanzar la sonrisa con la que soñaba entre penumbras.
En la portada del periódico con el que se tapó esa noche, decían que por fin había acabado el invierno. La foto de unos niños jugando bajo un sol de justicia parecía poner fin a la injusticia del invierno más duro que se recordaba en la ciudad. No leyó más, tampoco podía, daba gracias con leer dos frases. Ya no recordaba como ocurrió, pero las ventanas de sus ojos se rompieron hacía tiempo.
Con el ánimo de un joven y la decisión de un general, acudió al hogar social a por su tregua, esta vez sin sal. No estaba en la lista de tareas cotidianas, pero pidió un favor y una voluntaria del centro, armada con decencia y unas tijeras, intentó darle un aspecto más digno de mirarse ante un espejo del que tenía. Había cogido el ascensor desde el subsuelo y estaba dispuesto a salir a la luz del sol. Comparado a lo que acostumbraba, ÉL parecía que acudía a una boda. O quizá a un entierro.
Sin más dudas que las existenciales, se dirigió a la esquina opuesta al colegio hasta el que por fin puedo llegar. Se sentó tranquilamente, colocó su vaso para las escasas limosnas y como si fuera un acto reflejo ÉL se peinó para estar a la altura de tal encuentro. Le constaba que sería imposible que ambos se reconociesen, ya ni sabía la última vez que alguien le recordó. Pero a quién si recordó, como olvidarla, era a quién al extremo de su mano guiaba a su hijo por el paso de cebra. Los sonidos de la calle disminuyeron bajo la sordina de sus latidos. El siguiente sonido, y el último que recordó, fue el de su hijo pasando a su lado. Todo se paró, menos sus ojos. Su hijo pasó a su lado y ralentizó su marcha para mirar a ese viejo vagabundo.
Ocho años que merecieron la pena. Ocho segundos que dan sentido a una vida.
Una voz femenina y lejana despertó aquel momento.
– Ernesto, ¡deja de mirar a ese vagabundo! ¡Vamos para casa!
Ernesto continuó su camino a casa, y ÉL, Ernesto, terminó el suyo en ese instante.
El viejo Ernesto fue encontrado en un portal a la vuelta del invierno. Su aspecto era el de siempre, pero con un cambio, ahora sus lágrimas bañaban una sonrisa.
Y la vida siguió.
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