Sus zapatos de goma resuenan en el silencio de la noche como un grito de desesperación. El silencio blanco y mecánico del día la ha abandonado dejando surgir de nuevo las imágenes. Recorre el pasillo asegurándose de que los otros residentes duermen ya, inquietos, a esta hora de la noche. Los gemidos ahogados de la goma se detienen al final, junto a una puerta. Al cierre del pestillo le responde un balbuceo sonámbulo desde alguna de las habitaciones, ninguna luz se filtra bajo la puerta. Tras unos minutos, un suave tarareo flota por el pasillo, una triste canción de cuna que parece mecer a los inquietos residentes de la casa de reinserción.
Inma se ha desnudado en silencio en el interior del baño bajo la débil luz de la farola que atraviesa la ventana. Los zapatos de goma y los guantes de látex todavía oliendo a desinfectante rodaron hasta dar con la bañera. El uniforme de limpieza caído a un lado del lavabo es un nudo informe que refleja las sombras, y la luz amarillenta hace que parezca palpitar. Inma lo observa entre lágrimas, con los brazos alzados hacia el bulto de ropas dudando si cogerlo entre sus brazos y la triste canción de cuna surgiendo entre sus labios.
El estruendo de un autobús nocturno sube hasta la ventana, el espejo tiembla como el aleteo de un mosquito, suficiente para apartar sus ojos del bulto y dirigirlos a su reflejo. La noche ha avanzado, ya no se oyen voces por la calle, incluso el silencio del pasillo parece mayor desde que la canción murió en sus labios resecos. Pero el reflejo del espejo le devuelve una imagen congestionada de rostros que hablan y ríen y chillan. Inma coloca sus manos a ambos lados del espejo y se asoma con la sal de las lágrimas aún en sus mejillas. Entre las caras reconoce al conductor del autobús en el que volvía a casa de su antiguo trabajo, en su antigua vida, hace ya tanto tiempo. Él la mira con duda un instante cuando sube y poco después —en el rostro sin maquillar, los pelos recogidos en una coleta y la ropa informal un poco holgada porque ha perdido peso— la reconoce con una mirada de comprensión y asentimiento mientras ella rebusca en su fajo de papeles de prestaciones a medio rellenar y saca tres monedas con que pagar. Inma le sonríe antes de avanzar pero él no responde esta vez, mientras mira al fijamente al frente. Ella sonríe ante su propia estupidez, ante el recuerdo de una cosa tan nimia traído después de tanto tiempo, y tantas pérdidas sufridas.
Se sienta agotada, en el retrete, un olor a desinfectante ha ido invadiendo poco a poco el baño. No le incomoda este olor penetrando en su nariz cada noche mientras limpia las oficinas vacías, desoladas como ella misma. Tan parecidas a la misma en la que, hace no tanto, trabajaba durante el día. Pero es un trabajo honrado y limpio y lejos de los niños —se recuerda—. Trata de encerrar de nuevo ese maldito pensamiento, pero es tarde ya. Los colegios, los niños, su niño… todo vuelve a su mente de forma descontrolada en medio de la noche. Las lágrimas parecen que van a abatirla de nuevo pero las contiene. «Mejor limpiar oficinas que colegios —se repite—. Al menos conseguí que me cambiaran». Inma trata de asentir satisfecha a su propia réplica pero ya es tarde. Escapándose entre sus dedos mojados de lágrimas, las diminutas voces y risas infantiles repiquetean de nuevo en los azulejos; alegres e inocentes como ella imagina la suya.
Al alzar la vista, temerosa, las voces infantiles desaparecen envueltas en el reflejo anaranjado de la farola. Ante sus ojos se transforman en rostros con la misma mirada comprensiva y evasiva que el conductor del autobús. Sus viejos y olvidados amigos la contemplan desde la pared de su izquierda; sus antiguos compañeros de trabajo, junto a la ducha; su rollizo hermano sobre el toallero; después, su casero la recrimina desde una esquina. Pero ninguna tan dolorosa como la de Antonio ahí escondida justo debajo del lavabo. Sus ojos tristes y oscuros y su sonrisa todavía cálida al despedirse con «un volveremos a vernos pronto». El zapato de goma produce un ruido desgarrado al estrellarse con el azulejo bajo el lavabo. Inma con los dedos crispados todavía mece la cabeza. Sabe que no fue culpa suya, se fue como tantos en busca de trabajo y no puede culparlo. «Sin casa, sin trabajo, ¿qué podían hacer? —se reprende—. No había futuro para nosotros, después de tres años juntos». Inma extiende la mano para borrar la huella dejada en el azulejo por el zapato de goma. Despacio, sin frustración ya, recorre las marcas de suciedad con la yema con la misma suavidad como si tratara de borrar las heridas de su corazón. Primero borra su sonrisa cálida. Después, el recuerdo de unos abrazos cargados de ilusiones y planes. Con las yemas negras ya continúa borrando, sin amargura, las primeras discusiones por dinero y la desolación por los planes frustrados. No puede borrar el recuerdo de buscar una casa para vivir juntos, porque nunca sucedió, en cambio borra cómo buscaron trabajo muy lejos de casa. En vez de borrar el recuerdo de buscar guarderías juntos, debe borrar cómo buscaron centros de servicios sociales para intentar llegar a final de mes. Finalmente, vuelve a despedirse de él en el aeropuerto, despidiéndolo camino de Francia sabiendo que no volverá a verlo. Y al borrar la última mancha de grasa en el azulejo, con un chirrido al frotar bien la esquina, siente que algo de paz vuelve a ella esta noche.
«Él lo intentó, al principio —se repite—. No fue culpa suya. Pero yo tenía cosas más acuciantes de las que preocuparme en ese momento, como comer».
Inma contempla su cuerpo desnudo. Sus piernas se han vuelto frágiles y sus brazos delgados tienen la piel opaca y cuarteada por los rigores de la calle. Recuerda que antes solía preocuparse por sus cartucheras y ríe con calma. Mientras la noche avanza despacio, inmóvil, con el frío del suelo penetrando en sus muslos desnudos y los ojos somnolientos y entrecerrados, Inma puede contemplar su cuerpo. Parece el de una extraña, ya apenas lo reconoce. Un crujido tras la puerta la impulsa a levantarse violentamente. Sigilosos, unos pasos al otro lado se detienen. Un silencio preocupado atraviesa la madera interrogador. Inma tiembla con la boca abierta. Sabe que al otro lado Marta, su solícita compañera de habitación en el centro de reinserción, espera una respuesta. Quiere decirla que está bien, que vuelva a la cama, pero la voz que sale de sus labios no tiene fuerza suficiente para atravesar la puerta que las separa. Unos minutos más tarde, Marta regresa por el pasillo.
Mucho después de que sus pasos desaparezcan, Inma continúa temblorosa en medio del baño peleando con las sombras que la golpean y acuchillan a su alrededor. Escucha sin cesar otros pasos, pesados y amenazadores, corriendo hacia ella en la oscuridad. Todavía teme hacer algún ruido en medio de la noche que la delate de nuevo. Oye sus voces gritando obscenidades, rebotando en el espacio reducido del baño, aún más dolorosas en su recuerdo. El olor rancio de la vida en la calle impregna su ropa, mezclándose en su huída con el sudor fresco y el aire nocturno, y más tarde, cuando es alcanzada y los insultos de esos pequeños delincuentes la rodean, el olor triste y salado de su sangre permanece en su memoria mucho después de perder la conciencia protegiendo su vientre entre sus brazos.
Un llanto agudo y lastimero, de un ser diminuto e indefenso, penetra incisivo entre los gritos de su recuerdo que aún perduran entre los azulejos. Inma, hecha un nudo en el suelo todavía, es incapaz de descifrar si se trata de una cría de gatos o un bebé. Al alzar la cabeza descubre que la luz de la farola se ha desvanecido hace tiempo. A pesar de la persistencia de la oscuridad, una tenue y lejana luz grisácea se mezcla con el llanto incontrolado desde alguno de los pisos que la rodean. Inma, cerrando la ventana para alejar el llanto, tararea de nuevo la canción de cuna entre escalofríos que la hacen tambalear. Las lágrimas se han secado en sus ojos con la llegada del día, por mucho que rasguen sus entrañas no volverán a aflorar hasta la noche siguiente. Detenida frente al espejo, deja que el lento amanecer cambie las sombras de su cuerpo marchito. La luz se ensaña con sus marcadas arrugas y las cicatrices aún rosadas que persisten tras salir del hospital. Las recorre meticulosa con las yemas en los brazos y el pecho; en los muslos; hasta detenerse en la ancha cicatriz de su vientre. La suciedad de sus yemas, que ha adquirido el color de la sangre reseca bajo la luz mortecina, se deposita entre las estrías de la cicatriz. Inma termina la nana a su bebé no nacido con la voz quebrada, antes de que las primeras luces empiecen a despertar a los residentes, acostumbrados a esconder sus miserias antes de que la ciudad despierte.
En la luz de la mañana parece recuperar su habitual dinamismo vacuo. Con expresión ausente comienza a recoger sus ropas desperdigadas por el suelo; se frota con insistencia las yemas con el jabón de manos y se ducha de prisa para eliminar el olor a desinfectante de su piel, mientras su mente se va diluyendo de nuevo entre la luz y el jabón que corren por el desagüe. Tras abrir con cuidado la puerta se asoma al largo pasillo de la residencia, algunas voces empiezan a distinguirse tras las otras puertas. En la luz tamizada por la cortina de su habitación distingue el rostro de Marta, las pupilas moviéndose bajo los párpados la indican que finge dormir de nuevo e Inma se lo agradece en silencio.
Mientras se pone unos pantalones limpios y busca una camiseta en el cajón, la sábana que cubre a Marta se desliza con cuidado. Ambas salen de la habitación en un cálido silencio para comenzar sus tareas el día, hoy las toca ayudar en la cocina de la residencia. Marta tose incontrolable al entrar en la cocina, con la tos que no la abandona ni después de estos meses viviendo de nuevo bajo un techo. Inma la sostiene con cariño hasta que cesa. Justo antes de que el sol consiga amanecer de nuevo sobre ellas, Inma siente pena por ella y por sí misma y por todos los residentes de la casa de reinserción. Acaricia con tristeza su ropa que esconde una profunda cicatriz y sonríe a Marta con afecto, sabe que no podría haber superado estos meses sin su apoyo silencioso. Pero cuando la mañana atraviesa los cristales de la cocina, el vacío blanco y mecánico que inunda la mente de Inma cada día comienza a trabajar hasta que caiga de nuevo la noche.
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