Estaba solo. Desde hacía mucho tiempo Abel atravesaba los días sin compañía alguna, y eso era verdaderamente aburrido. La mayoría de las veces se sentaba en un escalón a la entrada de uno de los supermercados del barrio y agitaba una latita para recordar a los paseantes y a los clientes que estaba allí. Claro, pasar horas y horas moviendo un botecito era soporífero. Casi ninguna persona se paraba a darle conversación, por lo que su entretenimiento más emocionante era calcular a cuánto ascendería la generosidad de los individuos que pasaban a su lado, y jugar con los dedos a “si-no, si-no” y apostar si la señora mayor de las zapatillas afelpadas le daría el paquete de macarrones que no sabría donde cocer.
Hacía tiempo ya que no pensaba en lo que fue. A fin de cuentas que más daba. Tuvo que desprenderse de la añoranza para seguir vivo. Hubo una época en la que le dio por retrotraerse a otras edades y anduvo analizándose el karma. No pudo concluir que fuese negro, pero aun así y sin poder determinar finalmente si creía o no en la reencarnación, reconoció que en esta última de vagabundo maloliente había tenido mala suerte, y lo de maloliente no venía implícito en el cuerpo reencarnado, era un rasgo adquirido, básicamente porque no tenía donde asearse.
Pensar además exigía hacer esfuerzos, y él prefería no consumir energías en tareas inútiles, sabía que las necesitaría para otros menesteres esenciales, por ejemplo, insuflarse calor en las noches frías.
Abel redujo su actividad a eso; a agitar su cuenco para pedir limosna. A veces se permitía algún exceso, y probaba suerte cambiándose a la pared soleada del edificio de enfrente. En realidad solía hacerlo cuando le apremiaba la necesidad de consuelo. Entre tintineo y tintineo guardaba la esperanza secreta de que se dejase caer por allí su gato; así lo llamaba; un animal callejero como él, arisco, que sin embargo se le arrimaba, le lamia y le hacía sentir las cosquillas de un beso. O bien se guiaba hasta el banco de un parque cercano para que las palomas se le acercasen en bandadas a demandarle afecto y pan.
Salvo algún detalle como estos, el tiempo transcurría sin ningún otro aliciente. Andar sin rumbo y extender un platillo; minutos, horas, días, y el resto de la vida, era una tediosa monotonía. Hasta el rugir de sus tripas por hambre le resultaba una hartura.
Para introducir alguna variación a veces recitaba una letanía de desgracias, que podían variar en función del nivel de aburrimiento o del volumen que fuese alcanzando la recaudación; o exhibía algún letrero en el que se afanaba por incluir las más gordas faltas de ortografía.
Hasta que se cansó de tañer el cuenco mugriento y dejó de mirar a la gente que pasaba. No le sorprendían lo suficiente como para distraerlo de su miseria. Solía ser la misma de todos los días; la mujer del bebé con el cochecito rojo ejerciendo de cuidadora formal, el señor de la boina a cuadros y bastón midiendo la distancia entre paso y paso, la anciana del carro morado al que se le atascaban las ruedas, y otros tantos asiduos que nada nuevo le aportaban ya; por ello, fijaba la mirada en el suelo y rehuía la de los paseantes. Perdido en la nada empezó a dejar que el tiempo lo atravesase.
No había planes que lo rescatasen de esa árida existencia. Por ello Abel solía desayunarse con un cartón de vino, a la espera de que emborrachando a la modorra, el día le inventase emocionantes aventuras. Por las noches embriagaba al sueño, confiando en que Morfeo le presentase un genio al que poder pedirle tres deseos; comer caliente al menos una vez al día, tener un sitio donde defecar cuando se le descompusiese el vientre, y dejar de agitar el botecito los fines de semana, que también tenía derecho a descansar de tan indigna ocupación. Pero no hubo magia.
Además de aburrida la vida de Abel fue miserable y dura.
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