Fue Clara quien me ayudó a descubrir una realidad que me engullía y que yo ignoraba. Aquella noche era nuestra cuarta cita y la invité a cenar en un restaurante italiano. Estuvimos contemplando la tenue lluvia que caía sobre la ciudad, y después de la cena, le propuse que me enseñara uno de aquellos lugares mágicos en los que ella presumía haber estado.

      El taxi empezó a circular entre la bruma otoñal que flotaba sobre el asfalto. Cruzamos varias calles, hasta llegar a la esquina que Clara había indicado al conductor. A pocos metros de allí se encontraba la boca de un callejón discreto y poco iluminado. Había pasado más de una vez por aquel lugar, pero nunca imaginé que tras la verja plateada que se divisaba al fondo del callejón existía un jardín tan extenso, y más allá, una pequeña mansión construida con un impecable estilo victoriano.

       Al llegar a la verja Clara pulsó el timbre, y a través del interfono surgió la voz grave de un hombre, preguntando qué era lo que deseábamos.
       -Clara. Uno,siete,uno,cuatro -respondió ella con firmeza.
     La verja metálica se deslizó medio metro hacia la izquierda, dejando el espacio suficiente para que pudiéramos entrar. Clara me hizo una señal, indicándome que la siguiera. Nos adentramos entre dos filas de cedros que bordeaban un camino asfaltado y cubierto de hojas mojadas. Las lámparas ocultas entre las ramas vertían una luz muy frágil que apenas iluminaba nuestros pasos. Unos metros antes de llegar a la casa divisé la silueta de un hombre alto y corpulento que nos observaba. Permanecía inmóvil sobre el rellano del portal, con los brazos cruzados, como una estatua siniestra. Era un colosal mulato de casi dos metros, muy bien trajeado, con la cabeza rapada y cara  de pocos amigos. Tres escalones de piedra nos condujeron hasta su presencia. Cuando Clara pasó por su lado, el mulato le mostró una sonrisa estúpida y la saludó con un gesto sutil, inclinando la cabeza. Luego se giró hacia mí, y la sonrisa desapareció en su rostro agrio. Se fijó sobre todo en mis zapatos. Supongo que aquel ogro almidonado creyó que eran demasiado baratos para pisar su mismo suelo. Lo cierto es que me sentí observado como un intruso al que nadie ha invitado a la fiesta. A continuación, Clara presionó una puerta arqueada de madera y accedimos al vestíbulo. Allí, una señora rubia y con la tez muy blanca ordenaba unos abrigos en el guardarropa. Clara me hizo saber que había que pagar para acceder a la sala. Me quité la chaqueta y entregué a la señora los ciento cincuenta euros que costaban las dos entradas.
    Cuando cruzamos la siguiente puerta me sentí envuelto por una atmósfera inquietante. Mi visión tardó en adaptarse a la escasa luz verdosa que impregnaba aquella sala. Presté atención a la música de sintetizadores que, con un volumen moderado, sonaba entre la épica y el misticismo. Seguí avanzando tras los pasos de Clara, y poco a poco me invadió el desconcierto. A mi derecha descubrí a varios hombres y mujeres, repartidos entre seis sofas en forma de media luna. Algunos estaban totalmente desnudos, y los demás se despojaban de sus ostentosos trajes y vestidos. Distintas combinaciones de hombres y mujeres se entregaban a un placer desbocado. Luego observé a mi izquierda una extensa barra de bar tras la que brillaban una infinidad de botellas de licor. Allí, siete hombres solitarios bebían y saciaban sus miradas con la imagen de los cuerpos desnudos que se retorcían ante sus ojos.
      Clara se agarró a mi brazo y me arrastró hacia unas escaleras que descendían hacia otra sala, bastante más reducida que la anterior. En aquel lugar la oscuridad era casi absoluta. Diminutos focos incrustados en el techo lanzaban columnas rojizas de luz al ritmo de una pomposa balada de los años ochenta. Fuimos hacia el rincón y nos sentamos en unas butacas estrechas y elevadas, a unos metros del grupo de sombras que oscilaba entre una nube de música y gemidos. Clara me besó y dijo que deberíamos esperar allí, hasta que alguien viniese a buscarnos. Un cosquilleo excitante empezó a recorrer mi cuerpo.
      No tardó en aparecer la silueta de un hombre alto y esbelto que se movía con arrogancia. Alcé mis ojos inquietos, pero apenas pude distinguir su rostro. Con la elegancia de los clásicos galanes, sujetó la mano de Clara y se la llevó hacia la zona más oscura de la sala. Debo admitir que en aquel instante me sentí algo violento, aunque fue más potente el grado de mosbosidad que aquella situación me provocaba. Me dejé caer contra el respaldo de la butaca y esperé ansioso la llegada de la lujuria.
      Poco después, una figura femenina se aproximó al rincón. La observé con el rabillo del ojo, mostrando una cierta indiferencia, hasta que noté su cálido aliento en mi mejilla.
    -¿Qué hace un fracasado como tú en un lugar como éste? -preguntó ella, causándome un sobresalto.
     Me giré temeroso hacia la voz y apenas pude balbucear un par de sílabas. Los ojos de Marta brillaban entre la misma oscuridad que ocultaba mi sonrojo. Hacía casi ocho años que estábamos casados, y  tres meses que no nos hablabamos. Marta me había perdonado algún que otro desliz, pero nunca me perdonó que hubiera sido una amiga quien la informara de que me habían despedido de la empresa, y que hacía varios meses que yo estaba buscando trabajo. Desde entonces dormíamos en habitaciones distintas. Ella comía en la cocina y yo en el comedor. Deambulábamos por el piso, huyendo de nuestra miradas.
     -Además, conociéndote, estoy segura de que has pagado la entrada a esa mujer que te acompaña. ¿Me estoy equivocando? ¿Has comprobado si te queda crédito en la tarjeta para llegar a fin de mes?
   Solo pude negar con la cabeza. Las palabras seguían ahogándose en mi garganta.
     -¡Siempre aparentando ser lo que nunca serás! Es el triste destino de los perdedores -sentenció Marta, antes de girar su cuerpo para perderse de nuevo en la penumbra.
      Permanecí un buen rato en aquel rincón, totalmente solo y hundido en la butaca, hasta que recuperé algo de fuerza y pude incorporarme. Ni siquiera intenté despedirme de Clara. La dejé allí, rodeada de suspiros y sombras vacilantes.
       Crucé la sala de arriba sin mirar a nadie, con la cabeza gacha y arrastrando la mirada sobre el impoluto suelo de mármol. La mujer del vestíbulo me devolvió la chaqueta sin mirarme a los ojos. Le dije buenas noches, pero ella permaneció en silencio. Luego, el ogro mulato me abrió la puerta y extendió su poderoso brazo hacia el jardín, mostrándome la senda por la que desfilan los derrotados.
       Había dejado atrás la verja plateada cuando empezaron a caer diminutas y gélidas gotas de agua. De pronto, la lluvia se intensificó y corrí a lo largo del callejón, hasta llegar a la esquina. Decidí refugiarme en el portal de una sucursal bancaria. Encendí un cigarrillo y observé a un hombre de mediana edad que se acercaba de un modo grotesco. Su aspecto era lamentable: una andrajosa gabardina le protegía del frío, y una bolsa de plástico era su paraguas. Empezó a hurgar entre los contenedores, a pocos metros de donde yo estaba. Me observó con una sonrisa y alzó su puño victorioso: había encontrado unos fantásticos cartones que le servirían de cobijo para pasar la noche. El hombre vino hacia mí, extendió los cartones cerca de mis pies y se tumbó, y con su voz rugosa me dijo buenas noches. Entonces, proyecté mi mente hacia el futuro y mi sangre se detuvo ante un escalofrío de terror.

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