Luchín no levantaba los suficientes palmos del suelo como para tener enemigos. Sonrisa casi permanente con dentadura incompleta, caminar tranquilo y risueño, cara sucia, estómago vacío.
Residente del barrio “La Pintana”, ciudad de Chile, sólo añoraba tener una guitarra.
Su madre, cantora de infancia y juventud, quiso hacer realidad su sueño, por lo que habló con un modesto lutier de la ciudad para que fabricara a Luchín una pequeña guitarra de nogal.
Así, cada tarde, las manos del lutier comenzaban a dar forma al instrumento, sin embargo, nunca llegó a construir más de dos tercios de la caja de resonancia.
Cada mañana, cuando llegaba al taller, encontraba destruido el trabajo realizado el día anterior.
Cansado de esta situación y con la desesperada agonía de no poder cumplir el plazo de entrega, decidió permanecer escondido en el taller para así sorprender al supuesto malhechor.
Ya en su escondite, con la certeza de que la agonía y la excitación de sus entrañas le matarían y, en ese preciso instante donde uno decide abandonar su misión, más por bien propio que por convicción, le sobresaltó el sonido de la puerta mientras se abría.
Permaneció inmóvil mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, desconocía cuantas personas habían entrado y si estarían armadas.
El miedo dio paso a la sorpresa e incredulidad cuando descubrió que el rostro que veía no le era desconocido.
Decidido y a la espera de recibir una explicación que, estaba seguro le sorprendería, salió de su escondite para sorprender a la madre de Luchín que, de inmediato, con un rostro más triste que cansado, rompió a llorar.
Antes que de la boca del lutier pudiera salir palabra, la madre de Luchín le explicó que no poseía el dinero suficiente para costear el instrumento y que, mientras Luchín no perdiera la esperanza de tener algún día su guitarra, su anhelo de ser cantor permanecería vivo, ya que, no conocía mayor delito y maldición que hacer sentir a un hijo la imposibilidad de realizar un sueño.
Esta historia me la contó Manuel, un exiliado chileno de profesión lutier, sentados en un modesto y viejo teatro mientras un tal Luchín salía al escenario.
Sonrisa casi permanente con dentadura completa, caminar tranquilo y risueño, a la espalda, una pequeña guitarra de nogal.
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