Estoy segura de que tu papá se habría sentido orgulloso de ti. No es fácil empezar desde cero en un país extranjero, aunque algunos lo llamen la madre patria. Ya ves cómo nos ha tratado la madre patria. Desde luego no mejor que a cualquier otro. A miles de kilómetros de los tuyos, en un país que desprecia -y desconoce- tu cultura, el color aceitunado de tu piel, la realidad de las antiguas colonias de ultramar; un país que tiene suficiente con admirar su propio ombligo como si todavía fueran el imperio. Cuando llegamos –con una mano delante y la otra detrás- enseguida intuimos que no sería sencilla la recepción por parte de nuestros nuevos paisanos y mucho menos la adaptación, todo fueron complicaciones, cuando no zancadillas, un camino plagado de dificultades con pocas manos amigas a las que agarrarse. No me pilló de sorpresa, ya me habían advertido mis parientes que no esperáramos una buena acogida, que ésta distaba mucho de ser la tierra prometida. Sin embargo aposté fuerte porque creo que merecía la pena arriesgarse y apartarles del ambiente pernicioso que nos rodeaba, no quería que crecieran soportando la tortura diaria de convivir con aquellos que asesinaron o mandaron asesinar a su papá. Quizá estaba confundida pero pensé que lo mejor para ustedes sería alejarles de tanta violencia, de tanta muerte gratuita, de tanta miseria. Tanta locura. Por eso me dejé primero la piel y luego hasta la dignidad por conseguir plata suficiente para el embarque. Créame que nadie que no lo haya vivido en sus propias carnes sabe la humillación y el poco respeto a uno mismo que supone alquilar tu cuerpo a gente tan vil, rastrera y despreciable, a esos que desde que venimos al mundo los pobres nos tienen debajo del zapato y nos tratan igual que a esclavos creyéndose dioses en la tierra disponiendo sin piedad no sólo de nuestra muerte, sino también de nuestra perra vida. Y aún así de lo que hice, de nada me arrepiento, bien lo sabe Dios, y es más volvería a hacerlo una y mil veces que viviera porque todo lo hice por el bien de ustedes. Claro que hubo gente que me criticó, que fue diciendo por ahí barbaridades, o que tenía que haber elegido un camino más digno…qué sabrán ellos de dignidad, donde se esconde esa linda palabra cuando se nace pobre como las ratas y en un lugar que no existe más camino para escapar del agujero, de la mierda en la que vives, o sencillamente sobrevives que hacerle el juego a los narcos, porque trabajando honradamente ya le digo yo que no… Así es mi nenito, la miseria no te da donde elegir, así es de cruel. Y para muestra el papá de ustedes que en paz descanse, que trabajo como un mulo, que lo intentó todo antes de tener que llamar a su puerta, él prefería ser honrado y libre antes que solicitar su ayuda porque sabía que si les pedía ayuda, por pequeña que fuera, estaría pagando la factura de por vida, una vida que ya ni tan siquiera te pertenecía, y así fue lo que pasó cuando enfermaste nenito, que a tu papá no le quedó otro remedio que suplicar ayuda al Jefecito, que así conocían todos a Don Rigoberto. El médico había sido tajante, sino consiguen medicinas para el muchacho, yo poca cosa puedo hacer, será mejor que avisen al cura… y tu papá me miró entonces con esos ojos suyos tan expresivos, tan oscuros y a la vez tan claros, transparentes, que no dejaban ni una pizca de duda: la decisión ya estaba tomada, a sabiendas de que a partir de ese preciso instante, ni suya era su vida, ni la mía era mía, ni la vuestra de ustedes. Y así fue como tú te salvaste y el acabó condenándose, tu papá no tenía madera para ser uno de ellos. Así llegó el día en que me dijo que las cosas no marchaban, que debía prepararme para lo peor, escúchame bien mujer, me dijo si a mí me pasara algo coge a los muchachos, márchate lejos y nunca más vuelvas… Tan premonitorias fueron sus palabras que no habían pasado apenas tres días cuando hallaron su cadáver flotando en el río con el tristemente famoso tiro en la frente marca de la casa, un tiro de gracia, qué ironía para los que habían caído en desgracia. Y allí se presento de los primeros, el muy cabrón, vestido con sus mejores galas, apestosamente perfumado y emperifollado a más no poder, luciendo la más cínica de sus sonrisas, don Rigoberto, expresando sus condolencias, a decirme cuánto sentía lo sucedido, ya sabes tú, me dijo, en confianza, qué todo cuánto necesites no tienes más que pedirlo, que tu hombre era uno de los nuestros y a los nuestros nunca les abandonamos , y yo sabía que en eso no mentía, en que me daría lo que necesitara, aunque no a cambio de nada, no había más que ver los ojos de perro salido con lo que me miraba mientras platicaba ni su descarada manera de magrearme cuando me abrazaba sin importarle lo más mínimo que tu papá se hallara todavía de cuerpo presente, sin ningún recato noté el tibio aliento maloliente a alcohol y tabaco, susurrándome al oído, ya sabes, todo cuánto necesites tú y tus hijos, pues no faltaba más. No hace falta que se preocupe por mí, respondí mientras me le apartaba de encima. Sabes que no son molestias, que yo siempre me porte bien contigo, desde que éramos jovencitos, Bebita. Eso es lo que tienen los sitios como aquel, que todos nos conocíamos de sobra desde la niñez, lo suficiente para saber quien ordena y desordena, que allá nadie tosía sin el permiso del Jefecito y ni mucho menos tira de fusco, no había de ser yo un lince para entender que quienes aplomaron a tu papá, los que le tiraron al río como si fuese un perro rabioso no estaban muy lejos de acá, los mismos que formaban su sequito de horror y muerte, los malditos sicarios de Don Rigoberto. A mi solo me quedaba aceptar su proposición o emigrar y para esto último no había pesos. Ahora ya sabes la verdad de cómo conseguí la plata de los pasajes, entregándome al verdugo de tu papá, hasta que reuní suficiente capital para todos. Elegí la madre patria porque conocíamos el idioma y porque pensé que allá nos acogerían con más respeto, además tenía allí parientes que prometieron ayudarnos…y maldita la hora, más me habría valido quedarme allí y seguir siendo la puta del Jefecito. Acá tampoco nos quería nadie, éramos un estorbo, sudacas de mierda, criminales de la peor calaña. Pero lo hecho, hecho estaba y bien sabe Dios que todo lo que hice lo hice por en bien de ustedes, aunque ahora sé que me equivoqué. Aunque desde el primer instante supe que me sobrarían reaños para sacarlos adelante, que aguantaría el chaparrón y que no me dolerían prendas en hacer cuánto hiciese falta, después de todo quien hace un cesto hace ciento. Solamente contamos con el apoyo de nuestros compatriotas o los de otros que igual que nosotros tuvieron que abandonar su hogar para escapar de la miseria y que como nosotros, tampoco tuvieron oportunidad de elegir el destino. Entre los que nos despreciaban no solo estaban los más pudientes, también la gente de origen más humilde –no todos- nos miraban por encima del hombro, cuando no nos acusaban de estar aquí para robarles el trabajo. Pero a pesar de todos los sinsabores terminé por alegrarme de mi decisión: gracias a los planes de integración y de alguna gente honesta terminaron por admitirte en el instituto y como siempre fuiste un chico listo –el primer estudiante en la familia- sacabas siempre las mejores calificaciones, lo cual atrajo la envidia de los demás. Aún así yo sabía, o mejor creía saber que estaban todos a salvo. Hasta que llegó aquella nena y se encaprichó de ti y logró enamoriscaste. Yo ya te advertí que las nenas blancas no eran para ti, que no estaban a tu alcance y tú zurro quye dale, que si ya eras mayorcito, que sabías lo que te hacías y yo estaba tan ocupada con el laboro y con ocuparme con tus hermanitos, que no supe embridarte… Dios mío, nunca pensé que fueran a llegar tan lejos…
Amanecía. Los pasillos volvían a poblarse de gente que iba y venía de aquí para allá sumida en su propio desconsuelo. Algunos compañeros de curso se dejaron descolgar por la sala 6, la mayoría inmigrantes de piel oscura. Dos de los conserjes del tanatorio municipal consumían con avidez su ración matutina de nicotina. La gente andaba por las calles cada cual a lo suyo, algunos consternados y otros desdeñosos la noticia que había estremecido el amanecer en la pequeña capital de provincia: un menor de origen colombiano muere apuñalado tras una reyerta con otros compañeros de clase. La discusión, según se cree, empezó por una asunto amoroso. Un hombre respetable acodado en la barra del bar sorbe un café quizás demasiado caliente mientras ojea el diario y comenta al camarero, estos extranjeros, que bien estaban en sus malditos países sin molestar a nadie. El camarero asiente con desinterés: El cliente siempre tiene la razón.
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