Al llegar el final de la vida, la mente proyecta una película minuciosamente detallada de todas las experiencias. Emociones, formas, historias vividas y seres amados…todo pasa a una velocidad vertiginosa para recrearse en la última consciencia que paradójicamente deviene en una escena inacabable a cámara lenta. El tiempo se acaba, deja de fluir, por esto el instante que dura la secuencia, se vuelve infinito.

María Vega vio esta película dentro de un cajero automático de la zona alta de la ciudad, mientras las llamas la consumían ya sin dolor, apagada la angustia, fundiéndose en el plasma mortal que la envolvía.

La calle desapareció bajo una densa neblina que adquiría formas fantasmales al fundirse en la oscuridad de la noche. El humo se proyectaba a centenares de metros, entrando en portales y recovecos, doblando las esquinas, como los brazos de un inmenso monstruo mitológico, sembrando la inquietud del vecindario.

La hasta hace poco inmaculada oficina bancaria empezó a adquirir un aspecto inquietante y surrealista. Primero los cristales se tiñeron de negro,  dejando  entrever fogonazos anaranjados que danzaban perversamente en la oscuridad.  Luego, breves estallidos anticiparon  la rotura de los escaparates, dando salida a columnas de humo que trepaban impunes por el edificio. En poco tiempo, el flamante logotipo de la entidad adquirió una forma grotesca retorcido por el inmenso calor procedente del interior. Ahora, la mano abstracta y multicolor introduciendo una moneda en una hucha, se convertía en un extraño ser con movimiento propio que se desvanecía al ritmo de las llamas clamando piedad.   

El tranquilo barrio de clase acomodada aún no había conciliado el sueño cuando empezaba a ser invadido por la confusión y el caos.

Centelleantes luces naranjas atravesaron la densa humareda creando una atmósfera más digna de una película americana que de un tranquilo vecindario de la gran ciudad mediterránea. La calle se llenó de patrullas de bomberos.

Raquel estaba de guardia en la redacción de La Portada aquella noche. Alguien llamó para informar del suceso. En principio era un caso irrelevante que apenas ocuparía un rincón más allá de la página 40 en la edición en papel y un breve clip de 20” en la digital,  “Arde una oficina bancaria de la zona alta”, pero había que ir allí a cubrir la noticia.

-Raúl, prepara la cámara, parece que esta noche tenemos un poco de movimiento.

-¿Qué hay de nuevo? .

-Va, una oficina de “lacaixa” que se está quemando, la típica gamberrada, seguramente…

-Buff, qué palo, ahora que empezaba a encontrarle el truquillo a esto del “Candy Crush Saga”. Venga, vamos “pallá”.

Estaban a diez minutos en moto desde la redacción. La pareja de periodistas embocaron la calle Aribau zumbando sobre su scooter encaramándose por las faldas de la ciudad durmiente. Después de una ascensión fulminante, torcieron hasta Plaza Molina, allí revolotearon entre callejuelas estrechas hasta dar con Doctor Bofill; no fue difícil, la columna de humo repleta de destellos naranjas y azules, delataba la situación del suceso. Total, 7 minutos 40 segundos de trayecto. Un nuevo récord de travesía de la ciudad…

Al llegar, la zona estaba acordonada por la policía. Reflejos multicolores de sirenas y focos manchaban aleatoriamente las fachadas de las casas, creando un espectáculo caleidoscópico equívocamente festivo. Algunos vecinos aguantaban el frío en las terrazas, podía más la curiosidad y el morbo que las inclemencias del invierno.

¿Tanto movimiento para una simple incendio?, pensó Raquel.

-¿A dónde van?, de aquí no se puede pasar, aseveró  con firmeza el guardia.

-Somos periodistas. Mostraron las acreditaciones al unísono, justo a la distancia límite de su cara para que no pudiera tomarlo como una ofensa.

Un leve gesto de la cabeza acompañado de una mirada despectiva del agente fue la señal inequívoca para que entraran en el área restringida.

Al acercarse al foco del incendio las sospechas de Raquel se confirmaron. Acababa de llegar una ambulancia, varios sanitarios esperaban impacientes para poder entrar en lo que quedaba de la oficina pero el fuego y el humo se lo impedían. Algunos bomberos ya estaban en el interior, con trajes especiales y máscaras; tenían la sospecha de que alguien se hallaba ahí dentro atrapado y arriesgaban noblemente sus vidas para comprobarlo.

-¿Ves algo Martínez?, estoy justo detrás de ti. A ver si nos podemos acercar un poco más al cajero, “a tus nueve”, ¡parece que vislumbro un bulto en suelo!.

-El cabo de bomberos Martínez enfocó la linterna hacia “sus 9” tal como le indicaba su compañero y se dirigió rápidamente hacia allí sin pensar si su equipo seguiría soportando el atroz calor, la toxicidad del humo y las propias llamas.

-Ya lo tengo, Soler. ¡Dios mío, es un cuerpo!.

De pronto, junto a una gran bocanada de tóxico humo amarillento, los dos bomberos salieron tambaleándose, aguantando a duras penas a lo que parecía ser una indigente. Reunieron sus últimas fuerzas para depositar el cuerpo inerme con la máxima delicadeza en una zona segura de la calle.

Los sanitarios se abalanzaron sobre la víctima ejecutando un impecable ritual. Cada uno sabía su misión y trabajaban con una admirable precisión configurando un emotivo ballet de humanidad y esperanza.

Pero toda aquella coreografía fue en vano, después de más de media hora de intensos esfuerzos, empezaron a separarse de aquél ser inerme rodeado de tubos. Los hombros caídos y  las miradas desenfocadas, denotaban la frustración de una batalla perdida. No había nada que hacer. María Vega había muerto.

La redacción de La Portada, como la mayoría de medios, empezó una investigación a contra-reloj del caso. Había que desenmarañar aquél luctuoso suceso, darle una verosimilitud, una explicación coherente que satisficiera el morbo del público a la vez que aclaraba la verdad.

Raquel se concentró en la víctima. Intuía que detrás de aquél drama se ocultaba una historia humana de gran envergadura y no desaprovecharía ni un solo minuto para averiguarlo.

-El tema es más gordo de lo que te imaginas Raquel, pero ahora poco te puedo decir de las causas. No hasta que tengamos el caso lo suficientemente definido, pueden ser horas, o quizás días.

El teniente Fernández, portavoz de la sede policial,  era un buen aliado de Raquel. Desde hacía años atendía cada una de sus preguntas y le orientaba hacia la dirección que iba tomando cada caso. Para Raquel su colaboración era tan fundamental en los resultados de su trabajo, como su propio talento de periodista. Con el teniente Raúl Fernández, la periodista siempre iba un paso por delante de la competencia…

-Entiendo Raúl, sé que no puedes decir más. Y de la mujer, ¿qué se sabe?.

-Ja, ja, ya estabas tardando demasiado en hacerme la pregunta. Ahí te puedo dar más información. Hemos tenido suerte y por diversas razones técnicas y alguna coincidencia en los archivos tenemos casi definido al milímetro al personaje. Ya sabes, en una investigación donde ha habido un hecho luctuoso, lo primero que intentamos es recrear el entorno, los contactos, las amistades; normalmente, ahí está la clave para resolver el caso. Aquí ha sido más fácil de lo que imaginábamos y también bastante sorprendente.

Todo esto es “off the record” ya sabes. Yo no te he dicho nada de nada de lo que te contaré. ¿Queda claro?. Mañana a las 7 en el piso de arriba del “Canódromo”, lugar discretito donde podemos hacer nuestras cosas sin llamar la atención a nadie y te lo cuento.

-¡Eres un sol Raulito!, si no fuera porque tengo novio te invitaba este fin de semana a mi apartamento de Sant Pol.

-No me provoques Raquel, que tengo mujer y tres hijos…

A la mañana siguiente Raquel ya estaba en la platea del “Canódromo”, un lugar “vintage” que le traía agradables recuerdos de juventud.

Raúl sorteó con discreción el personal de la primera planta y en un instante, entre crujidos de la vieja escalinata de madera, se plantó con su sonrisa delante de la periodista.

-Como te dije tengo mucho que contarte y en este caso en especial me interesa que llegue con la máxima fuerza a la gente. Que se enteren de una puñetera vez que todos estamos hechos de carne y hueso, ¡joder!.

Raquel permaneció inmutable, sin abrir la boca. Sabía que cuando Raúl entraba en trance había que dejarlo hablar…

-Hasta hace unos cuatro años María Vega era una persona con una vida normal, menos mediocre que la de la mayoría de los que la despreciaban como pordiosera. De hecho llegó a desempeñar un cargo directivo en una conocida multinacional de alimentación y era licenciada en económicas. No sólo esto, incluso apareció en un programa de televisión hace unos cinco años; un reportaje sobre mujeres en la empresa, que hablaba de cómo compaginaban su vida profesional y privada ciertas mujeres con cargos de responsabilidad. Porque María Vega tenía familia, sí, una familia aparentemente normal. Con un marido y un par de hijos educados en buenas escuelas privadas. Digamos que María era un modelo en la que  muchas congéneres se hubieran identificado. Había logrado todo lo que una mujer con cierta ambición podría plantearse como meta en la vida: amor, hijos, estudios, una impecable carrera profesional y el reconocimiento social más allá de su entorno familiar. Era una persona valoradísima en su trabajo, como hemos podido constatar en la investigación.

-Es increíble, ¿pero entonces?.

-Un día todo cambió, su marido la abandonó de repente por una “Lolita” de pechos turgentes, encima la dejó sin un duro. Casi todas las propiedades y cuentas estaban a nombre de él, llámale ingenuidad o amor ciego.

María cayo en una profunda depresión. Causo baja indefinida en la empresa y poco a poco fue difuminándose su huella social como un azucarillo en un vaso de agua…La puntilla fue cuando la desalojaron de la vivienda familiar, también estaba a nombre de él y parece que el juez de turno no consideró su estado de salud ni que se tratara de bienes gananciales. La mujer ni recurrió, de hecho en toda la causa ni siquiera buscó un abogado, y así le fue.

Los amigos se cansaron de llamarla o intentar visitarla, sin sospechar que estuviera en este trance; la poca familia que tenía sufrió un proceso similar. En poco tiempo ya casi nadie recordaba a la eficiente y jovial María Vega

-¿Y los hijos?

-Ah, los hijos…

Ya eran mayores de edad. Cuando en casa se acabó la pasta, se largaron a buscarse la vida, sin mirar para atrás. A decir verdad, tampoco creo que intuyeran lo que le podía pasar a su madre, la veían tan fuerte y capaz que supongo que pensaron que se podía valer por si sola. Luego al cabo de meses de perder su rastro incluso denunciaron su desaparición. Pero ya era tarde. María Vega había iniciado su particular descenso a los infiernos sumida en el alcohol y la depresión, deambulando por las calles como un autómata. En poco tiempo se convirtió en un ser que ni ella misma podía reconocer.

-¡Qué pena!, susurró Raquel.

-Sí, ¿y sabes lo que más me cabrea?, la incapacidad y la poca empatía que tiene esta sociedad de entender que una persona en sus horas bajas, aunque sea una ruina física, sigue siendo un ser humano con los mismos derechos que cualquiera de nosotros. Por el contrario, parece que a mucha gente, quizás devorada por un intenso miedo inconsciente a verse en la misma situación,  se les dispara un resorte nauseabundo que les hace reaccionar con odio y desprecio ante estos seres necesitados. ¡Y mientras manifiestan eso, se creen ciudadanos ejemplares!.

Y ahora viene el último acto de este triste suceso, la parte más terrible, fruto de  esta reacción inhumana y execrable.

Los ojos de Raúl se enrojecían por momentos debido a la emoción.

-Ahora Raquel ya estoy en disposición de poderte comunicar que María Vega no ha muerto en un incendio fortuito o causado por ella misma, ¡no!. María a muerto asesinada, rociada con algún líquido inflamable.

-¡Pero qué me dices!.

-Lo que oyes, y ya tenemos a los miserables que lo han hecho. Lo que te voy a decir es primicia absoluta, puedes comentarlo en tu noticia pero a falta de confirmación oficial, ¿de acuerdo?.

Se trata de tres chavales, uno de ellos aún menor de edad. Lo sabemos por las cámaras del propio cajero. Primero entraron e insultaron a la mujer, que se hallaba acurrucada en un rincón de la oficina. Luego se largaron. Más tarde intentaron volver a entrar pero María se cerró por dentro. Al cabo de media hora volvieron, cambiando de estrategia; mandaron al menor y la pobre mujer no le reconoció, franqueándole el paso. Al momento entraron los otros dos en tromba, forcejearon brevemente y le lanzaron un líquido por encima. Alguno de ellos, aún por determinar, encendió un mechero y la mujer quedo envuelta en llamas al instante. Lo demás, más o menos ya lo conoces.

Ahora la mirada de Raúl había perdido la fuerza, sus ojos caían apesadumbrados, deambulando por los rincones del local, en busca  de una justificación por todo aquello.

-Eso es terrible, ¿pero en que mierda de sociedad vivimos?, contestó Raquel.

-Pues sí, ya ves. Unos chavales de “buen barrio”, de familias “normales”, nacidos aquí, de apellidos locales, nada de inmigrantes ni familias desestructuradas o delincuentes habituales. El prototipo de buenos chicos hijos de familias “decentes”…Eso es lo que más me indigna. No quiero ni imaginar el follón que se iba a montar si llegan a ser de cualquier otro lugar del planeta. Toda una legión de ratas saldrían a conspirar para demostrar quienes son los malos y quienes los buenos; “los de casa no hacen estas cosas”, a ver si sacaban un puñado de miserables votos entre la ignorancia y el miedo.

Esos chavales han mamado toda esta mierda, te lo digo. Han hecho explícito lo que muchos de sus padres, amigos y familiares transpiran a diario, a veces sin abrir la boca. Breves gestos de desprecio, miradas desdeñosas, también comentarios peyorativos; pequeñas gotas de ácido que van corroyendo la bondad innata del ser humano. María podría haber sido la vecina, la madre o la maestra de estos descerebrados, pero bajo su rol de vagabunda no tenía ni la condición de animal. Era un molesto y antiestético desecho que rompía el equilibrio del barrio; había que erradicarlo. Y así le lanzaron tres litros de disolvente que encontraron tirado en un container, y le prendieron fuego…

El titular de La Portada sacudió a la ciudad: “Tres jóvenes matan a una vagabunda prendiéndole fuego”. Pero los detalles del suceso y en especial el perfil de los asesinos, generaron una ola de desconcierto inimaginable.

La sociedad bienpensante y autocomplaciente, la de los “buenos”, no encontraba razón ni excusa para justificar aquella aberración; ni eran drogadictos, ni de etnia sospechosa, por supuesto no eran inmigrantes, ni pertenecían a banda alguna; tres “chavalines” de clase acomodada que salieron a divertirse un rato. La frontera entre “buenos” y “malos” se había esfumado definitivamente. Ya no había a quién señalar excepto a los que hasta entonces se habían erigido como jueces…Sus rostros cómplices enrojecieron de vergüenza y remordimiento.

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