Dios mismo a través de mi propia voz me decía que la suela del zapato derecho no se desprendería del todo. Era una promesa, así que estaba seguro de que no me quedaría descalzo en las calles de Madrid a pesar de que ya estaba suelta por la mitad. Me colé en el metro para ir a buscar ayuda a la casa del padre Cruz Martín, la única persona que sabía cómo ubicar en la capital, pero cuando llegué la secretaria me comunicó muy amablemente, sabiendo que se sacaba un peso de encima, que el sacerdote que yo buscaba había sido trasladado. Me dio muy amablemente la dirección –es lo que tiene sacarse un problema de encima, que vuelve amables a las personas- y volví a colarme en el metro. Me quedaban dos días con la tranquilidad de tener donde dormir y ducharme, en la habitación que había pagado con mi propio dinero ahorrado de la última vez que había trabajado. De esto hacía siete meses ya, usurpando un lugar legítimo como minusválido a raíz de dos ingresos en psiquiátricos motivados por un delirio muy infeliz. Los trabajos anteriores, como encuestador o como peón en la construcción, tampoco dejaban de ser usurpaciones legítimas. Es donde te arrincona más la enfermedad mental, en el trabajo, pero yo había llegado a Madrid dispuesto a quedarme y allí estaba, a dos días de la calle, ya sin las encuestas y la construcción como fuentes de trabajo, porque las encuestadoras se empequeñecieron hasta desaparecer y las obras contratan oficiales como peones.
Llegué a la estación de Vicálvaro –esto sucedió hace mucho tiempo y no sé si recuerdo bien- despotricando contra la secretaria por su abuso de la amabilidad y su escasez de voluntad de ayuda directa –yo sin decir nada transmitía al caminar mi necesidad de zapatos-, que no era patrimonio de ella sola, sino que ya la había sufrido de dos o tres curas con nula voluntad de ayudar a una persona que la necesitaba a ojos vista, más allá de enviarte a un refugio o un comedor social. ¿Y si yo no quería llegar a eso, si quería un par de zapatos nada más, o quería no quedarme en la calle y necesitaba saber cómo hacer para evitarlo? Esas preguntas y esas respuestas no están en la profesión sacerdotal. Sólo está el ofrecerte un lugar donde dormir bajo techo en condiciones lo más higiénicas posibles y obligarte a rezar para reconciliarte con su dios, no con el mío, con el cual yo me llevaba fenomenalmente bien.
Salí del metro normalmente, al contrario de cómo había entrado en Las Ventas, es decir saltando, y pregunté por la parroquia. Todo el mundo sabe dónde está la parroquia y ese es un misterio más hondo que los misterios de Jesús, en el que el cura que me había negado la ayuda tampoco creía. Sólo decía que era un misterio, que quién sabía. Y yo pensaba lo mismo, quién iba a saber cómo y qué era Jesús, qué diablos significa el apocalipsis, qué carajo es la santísima trinidad.
En ese momento tenía a mi propio Dios hablando a través de mi boca, así que sabía que aquel dios no existía y al mío le podía poner cualquier nombre. Solo después de la internación –a raíz del mismo maldito delirio del que creía me había curado- me enteraría de que aquello era una enfermedad, pero en ese momento mi dios, a quien yo había bautizado Spinoza en honor del filósofo holandés que se inventó uno que no era ni cristiano, ni judío, ni musulmán, sino el de la filosofía y que adoptó Einstein después, no me había fallado.
La suela del zapato seguía sin desprenderse. Por lo tanto, yo confiaba a muerte en sus palabras, que eran mis propias palabras, y en las casualidades, que no eran casualidades sino sincronicidad, tomada la palabra del vocabulario de Carl Jung, que no hablaba por mi boca pero que me apoyaba desde los libros y desde algún DVD. La existencia en mi vida de la sincronicidad era tan grande que sustentaba el delirio. Es todo lo que diré en este relato, en el que quiero dejar claras sólo las causas de mis pobrezas, muchas, y también de mis riquezas. Un par.
La parroquia estaba cerrada. No entendíamos ni mi dios ni yo cómo una parroquia puede estar cerrada, pero así era y así es, y por las noches en todos los sitios, sin que nadie cuestione cómo la casa de dios no es usada como refugio por personas desvalidas. Sólo había una bolsa con toallas en la parte de afuera de la puerta de la iglesia cerrada. Una donación para los pobres indigentes, pensé con rabia, y no la recogí. Estuve dando vueltas por el barrio sin un euro ni para un café y al volver por tercera vez -a la hora y media- a la puerta de la iglesia me decidí por fin a tomar las toallas aun sin saber para qué. Me dirigí a una estación de servicio que hay cerca de la boca del metro para ir al baño y en el camino se me ocurrió la idea de vender las toallas. Un euro pedía y un euro me dieron un par de señoras y me devolvieron la toalla. La ofrecí en un bar y tomé un café gratis, a cambio de la mercancía que había puesto en mis manos el dios de Spinoza, que me fue devuelta también.
En otra estación de servicio le dije a un jubilado que pasaba con su perro que necesitaba zapatos porque estaba a punto de quedarme descalzo y el señor llevó rápidamente a orinar a su perro y me trajo un par de zapatos usados pero intactos del número que yo le había pedido. Perfectos me quedaron. Spinoza cumplía su promesa y no solo con los zapatos. Me había prometido también hacía meses que no pasaría ni una noche más en la calle y me daba los recursos para evitarla, por lo menos a mí que había sido encuestador y estaba al tanto de lo que es hablar y pedir un favor a la gente. Sólo tenía que trabajar y vender, y ese día hice dinero como para pasar la noche en un hostal barato del centro, si hubiera sido necesario.
Así descubrí la manera de no quedarme en la calle o dormir en un albergue, a través de una donación anónima de unas sencillas toallas a los pobres –y yo era uno- que la sincronicidad había puesto en mi camino como había puesto en mi boca promesas de un dios a través de mi enfermedad. Yo no me veía en ese momento como me veo ahora con la locura de Nietzsche hablando a través de la boca de Zaratustra, pero las promesas fueron cumplidas, a pesar de que la ciencia haya diagnosticado una enfermedad mental de la que no reniego pero que no niega que mi dios de ese momento haya cumplido sus promesas. Y no me canso de reiterarlo por increíble.
Sólo hay algo peor que dormir en un albergue y es dormir en la calle. Me había pasado en otra ciudad de España dos noches seguidas y a la tercera agradecía con un suspiro profundo la cama con sábanas usadas en que iba a dormir, en un albergue de nombre sonoro, un recinto gigante lleno de ronquidos imposibles de desoír, de carraspeos graves y escupitajos gruesos en el suelo, la música que acompaña un desfile constante de personas hacia el baño iluminadas por sus móviles, algunos de muy última generación.
Loco –enfermo-, un mes y medio estuve vendiendo toallas y durmiendo en un limpio hostal en el centro Madrid, ciudad a la que algún día tendré que volver con ellas y cuerdo, ya sin dios, para enfrentarme a mí mismo cuando nadie quiera mi compañía ni cuidar de mí. Al volver a la casa de mi madre, la única persona junto a las toallas que me separa de la calle, fui internado por mi relación curiosa con mi dios de Spinoza, valgan la contradicción y la cacofonía.
Hoy estoy bien –medicado puedes tener una vida normal dicen los médicos sin saber muy bien lo que dicen; en un albergue, agrego yo, pero una vida normal- pero mi relación con la pobreza sigue siendo la misma. El dios de Spinoza ya no me promete cosas y me separa de la calle la generosidad de un familiar que acepto a regañadientes porque me alberga de corazón. Mañana lo puede hacer la solidaridad o la caridad, nunca se sabe, pero de la primera espero más que de la segunda, de gente que no conozco pero que ve la necesidad y no tiene dudas en comprar y devolver una toalla para que alguien se pague su habitación y no tenga que volver a la calle o al albergue, las dos peores cosas del mundo del dios del desterrado Baruch Spinoza, de Friedrich Nietzsche el loco y de Carl Jung, que por ahí, no muy lejos, andaba también.
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