1

De repente, la realidad de las gafas de Realidad Aumentada desapareció. Martín se encontró totalmente solo, paralizado en medio de una calle extraña: sin el piar constante de los mensajes e información de sus amigos y contactos, sin los iconos de información ampliada, ni las ofertas o anuncios geolocalizados… Era como si se hubiera quedado ciego y sordo, en el silencio más absoluto: solo entre los edificios desnudos, el anonimato de la gente de la calle, y el ruido de motores y vehículos.

Parpadeó, movió los ojos. Intentó activar todos los controles de las gafas de RA, e incluso se las sacó. El autodiagnóstico indicaba que todo iba bien. Nervioso, consultó el reloj, sólo para comprobar que no podía conectarse manualmente. La tarjeta digital tampoco podía hacer nada.

Al principio pensó que podía tratarse de una caída temporal de la InfoRed (tal vez un ataque terrorista a uno de los satélites GEOCOM), pero él parecía ser el único que se había quedado paralizado de repente, en medio de la calle. No oía gritos ni exclamaciones de sorpresa, lo que habría sido señal de que más personas se veían afectadas por el mismo silencio brutal y repentino.

Trató de llamar la atención de un taxi, hacer que se detuviera agitando los brazos, lo que casi le cuesta la vida. El botón de emergencia, que pulsó instintivamente, obviamente no funcionaba. Tenía que apartarse a un lado para evitar que la gente lo atropellara. Era como si nadie lo viera.

Agarró del brazo a una mujer.

–¿Puedes verme? ¿Quién soy? ¿Tengo señal?

La mujer se levantó las gafas asustada y lo miró como si viera a un fantasma. Con un grito, lo apartó de un empujón y se echó atrás.

–¡Espera! –gimió Martín. El aire casi no le llegaba a los pulmones. –¡No te vayas!

La mujer echó a correr. Martín echó a correr detrás, por puro pánico a perderla. Casi la había agarrado de la blusa cuando un fuerte shock en la espalda le paralizó la columna y las piernas.

Al menos, ella sí que ha pulsado el botón de emergencia, fue lo último que registró su mente antes de que todo desapareciera.

2

–Ninguna pieza de información se destruye. Absolutamente ninguna.

Martín evitaba mirar a la mujer a los ojos. Era mucho más joven (y guapa) de lo que habría esperado cuando lo habían conducido desde la celda a ver al comisario. Esperaba a alguien mayor, hombre, e inexplicablemente, con sombrero.

–No lo entiendo. Me llamo Martín Sinera, vivo en Santa María del Mar, soy procurador de contenido freelance

–Sí, ya tengo aquí sus alegaciones –lo interrumpió la comisaria.

Martín sabía que si fuera un poco más valiente, tal vez se le ocurriría algún comentario ingenioso que arrancara una sonrisa de la policía. Pero desafortunadamente, ningún personaje de criminovelas se apiadó de él.

Rézale a Bogart, pero no esperes que acuda.

Se limitó a aguantar como pudo y en silencio la mirada firme de la comisaria.

­–Si nos cuenta cómo ha conseguido borrar toda huella suya de sus dispositivos, hablaré al juez en su favor.

–Yo no he reseteado nada, señora–

–Comisaria.

–Comisaria. Le digo que dejaron de funcionar así, de repente. Le he dado todos mis datos, yo no he hecho nada, no puede–

–Basta. La cámara lo grabó acosando a una mujer en la Gran Vía y lo aturdió.

–Pero…

La comisaria levantó un dedo.

–Pero –continuó–, ningún archivo lo ha reconocido. Su nombre, huellas, dispositivos, ADN, … sencillamente no existen. ¿Cómo explica esto, señor…?

–Bogart.

–¿Bogart?

–¡Sinera, Sinera! Disculpe, comisaria…

En los segundos que siguieron, Martín se dedicó a inspeccionar minuciosamente la mesa mientras, con las orejas al rojo vivo, sentía la mirada penetrante de la comisaria sobre sí.

–De verdad no sabe cómo ha llegado aquí –dijo ella al fin. Sonaba más como una conclusión, una sentencia, que como una pregunta.

Martín alzó la vista.

–Si lo supiera, se enteraría toda la ciudad.

La comisaria pareció sorprenderse por primera vez en toda la entrevista. Con una orden seca, ordenó que se lo llevaran de vuelta a su celda.

Al cabo de unas horas, recibió la visita de un abogado, quien le explicó que no se podían presentar cargos contra un fantasma, y que por lo tanto lo iban a soltar. Martín sintió un nudo en el estómago.

–¿Y qué voy a hacer? –le preguntó al letrado, que se limitó a mirarlo con una sonrisa de amable indiferencia mientras cerraba su terminal, se arreglaba la chaqueta, y salía de la celda.

El policía de guardia tuvo que echar a Martín de la comisaría.

3

La noche de la ciudá

ya no es noche ni es ná

Martín no podía evitar que una vocecilla siguiera cantando mientras caminaba por las calles, orientándose apenas sin la ayuda de un GPS para encontrar su casa. Sabía que era inútil ir allí, ya que seguramente no podría abrir la puerta de su piso. Las huellas digitales, registros de iris, etc., se almacenaban en la Red, y si la policía no podía acceder a sus registros, y la comisaria no le había creído, la torpe inteligencia artificial de su cerradura tampoco atendería a razones. Pero a algún sitio tenía que dirigirse: vagar sin rumbo siempre le había puesto nervioso.

¡Vete! No me molestes.

¡Vete! No me comprendes.

¡Vete!

Cállate ya, hombre. Ya me la has jugado antes con lo de Bogart.

Además, junto con su identidad en la Red, se habían borrado sus cuentas bancarias, con lo que no tenía ni un céntimo a su disposición, así como sus registros de amigos, contactos y conocidos. Tal vez podría ir a visitar a alguno de sus amigos, pero la verdad es que ni sabía donde vivían la mayoría, y para ser honestos… bueno, no sabía hasta qué punto iban a…

Excepto Amita, claro.

Se sorprendió de que le acudiera a la mente el nombre de la chica que había conocido no hace tanto, y por casualidad, en el Coitton Club. Algo pijilla, pero maja. Recordó lo mucho que le extrañó, hasta el punto de hacerle reír, que le diera una tarjeta de cartón con su dirección apuntada. ¿Dónde la llevaba?

Demasiado corazón, demasiado corazón

–¿Te quieres callar? –Gritó en plena noche.

“Estoy hasta las narices de que me cantes, y… Espera. Tú no vienes de mis gafas de RA, claro.” No.

“No eres un mensaje de ninguno de mis amigos o contactos.” Quién los tuviera.

“Ni un anuncio geolocalizado…” Mmm… más bien no.

“Entonces, no eres una Inteligencia Artificial.” No…

–Eres mi… ¡inteligencia natural! –Martín, sorprendido, se dio cuenta de que había gritado estas últimas palabras, y con sorpresa aún mayor, de que le importaba un bledo haberlas gritado.

¡Aaleluya! ¡Aaleluya!

Percibir, en estado de vigilia, mensajes que vinieran del propio pensamiento era un signo de locura. Igual que hablar solo –es decir, solo de verdad, sin que nada o nadie que escuchara en ningún aparato. “Así pues, me he vuelto loco”, pensó Martín.

“Bueno, pues no es tan grave”.

–Espera: ¿He hablado en voz alta?

Antes, no; ahora, sí.

­­–¿Y cómo tengo que llamarte?

Martín.

­–Ah, claro.

Estar loco empezaba a gustarle. Era refrescante encontrar un interlocutor tan cerca. Además, tanto buscarse y rebuscarse, y mira tú por donde, sólo tenía que volverse loco y voilà: aquí estaba. De repente, estar sin blanca, sin casa, sin amigos, le traía sin cuidado.

–Oye, ¿qué ha pasado conmigo? O sea, con nosotros.

Que te han desconectado.

–¿Qué?

¿Te acuerdas del chip miriápodo?

–Pues claro.

Pues se han asegurado de que no publiques nada.

–¡Pero si me lo pidieron ellos!

Hiciste demasiadas preguntas.

–Ya, pero, un chip que lee el pensamiento para operar. ¿Qué están haciendo con los pensamientos nuestros que ya captan? “Ninguna pieza de información se destruye”, dicen, ¿no?

Ajá. ¿Y qué vas a hacer?

–¿Yo? Pues, para empezar, disfrutar de mi locura un rato más. Luego, iré a ver a la Pescadora de Perlas.

Por la noche la ciudad estaba igual de viva que durante el día. Felizmente esquivando a los transeúntes. De pronto, la realidad se había vuelto mucho más aumentada.

 

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