Te acabo de ver en los ojos de Daniel.
En el desayuno, nuestro pitufo estaba metiéndose los cereales así, abriendo esa bocaza, y me recordó a ti. Me quedé unos segundos mirándole embobada y con una sonrisa inconsciente, mientras te recordaba. Daniel me pilló mirándole así, embobada, y me frunció el ceño, igualito que tú, y entonces sí que no pude evitar reírme. Como represalia, Daniel cogió un cheerio de la leche y me lo lanzó indignado. No pude enfadarme. En lugar de eso, me acerqué a él, lo agarré de las axilas y le obligué a abrazarme.
—¡Arriba las manos, esto es un abrazo!— le grité entre risas. Noté en mi hombro su corazoncito, el mismo que latió en mi vientre, el tuyo. Olí su cuello y te besé. Toqué su pelo aún húmedo de la ducha y me acordé, me acordé mucho de ti.
—¡Déjame, mamá!— se quejó Daniel, revolviéndose como una lagartija, como tú cuando te hacía cosquillas.
Llevé a Dani al cole y otra vez, conduciendo, me acordé de ti. Y es que en lugar de escuchar las noticias, hoy puse la música que aún conservo en la memoria del reproductor. Sí, aquella lista de canciones que hiciste para los trayectos largos. Hacía tiempo que no la escuchaba. Te puedes imaginar, parecía tonta llorando y a la vez tarareando para que no se notara.
Daniel se quedaría por la tarde en casa de su amigo Guillermo, así que hoy tenía todo el día libre, y como no paraba de recordarte, me acordé de aquella pastelería cerca de la playa y decidí ir. Pedí tarta de zanahoria. Cuando la camarera la dejó en la mesa reviví el momento en que abrí la nevera y vi aquella tarta de zanahoria que me preparaste el día del accidente. Probé un bocado. Es curioso, ya no puedo comer tarta de zanahoria sin que me tiemblen los labios. Me puse a repasar las fotos tuyas del móvil. Cogí otro trozo de tarta y lo mastiqué sin prisas, dejando que me envenenara de nostalgia. ¡Te pareces tanto a Daniel! Tú dirías que será al revés, pero da igual. ¡Te pareces tanto!
Hoy, sin duda, era el día, así que regresé al coche y saqué el vino que guardaba en el maletero con un par de copas, para cuando llegase el día. Me senté sola en la playa, a la orilla del mar, para brindar contigo. Abrí la botella y serví las copas. Puse una frente a mí, enterrando su base en la arena y cogí la otra. Brindé y tu copa se vertió en la arena. Di un sorbo y retuve el vino, dejando que me impregnase la boca. Cerré los ojos y recordé las veces que estuvimos juntos en esta playa. El olor del vino derramado sobre la arena, la brisa removiendo mi ropa, la espuma efervescente de las olas… Hoy todo me recordaba a ti, al aroma afrutado de tu piel, a tus besos espirituosos, al sabor salado de tu carne, a tu calor.
Sentada en la playa, dejé pasar las horas hasta que observé, al trasluz de mi copa, el abrazo empañado del sol sobre el mar, poniendo fin, entre lágrimas de tinto, a mi último día sin ti.
Recogí a Daniel de casa de Guillermo y volvimos tarde a casa. Él ya había cenado así que se fue directo a la cama. Mientras le arropaba, hizo algo que jamás había hecho: me preguntó por ti. Me sorprendió tanto, que no supe qué decir. Me miró a los ojos y entonces, te vi.
—No te preocupes, yo estaré siempre contigo —me dijiste, respondiendo a mi silencio.
Te di el beso de buenas noches y fue entonces cuando decidí escribirte esta carta. Una carta que escribo para recordarme lo que te echaba de menos, para no olvidarme de aquellos días, ya sabes, aquellos en los que aún no eras Daniel, los días antes del accidente, antes de verte morir.
Han pasado doce años desde entonces. En aquel momento, los médicos me aseguraron que tu cerebro seguía intacto, que podrían criopreservarlo hasta preparar otro cuerpo donde trasplantarlo, que las leyes permitían el uso de clones para estos casos. La sola idea de recuperarte era tan maravillosa que entonces ni lo dudé. Los psicólogos, por supuesto, me recomendaron un vientre de alquiler y una familia adoptiva para no conocer al clon y evitar así lo que ellos llamaban conflictos afectivos, pero yo me negué. En lugar de eso, dejé que volvieras a crecer en mi vientre, quise ser yo quien criase a tu nuevo cuerpo hasta que estuviera preparado para el trasplante. Así no tendría que esperar, así podría tener al menos una parte de ti hasta poder completarte. Lo que nunca imaginé fue que Daniel podría llegar a ser en realidad otro tú, un tú completo, que no te necesita.
Hoy he mirado a Daniel y te he visto, has vuelto sin que Daniel se fuese. Ahora entiendo que reemplazarle por ti sería como volver a verte morir. Sé que no lo soportaría, sé que te odiaría por ello. Por eso, cuando acabe esta carta, ordenaré a los médicos que desenchufen la máquina que te mantiene crionizado, para que Daniel herede los derechos sobre tu cuerpo clonado, un cuerpo que, quizás, siempre fue el tuyo.
Por eso te escribo hoy, para recordarme que, después de doce años echándote de menos, gracias a los ojos de Daniel, has vuelto conmigo.
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