Tecnología; modo de vida

Tecnología; modo de vida

Ana María Coelho

04/05/2015

Marcos se despertó en medio de la noche de un sobresalto cuando el trueno resonó en las paredes de su habitación. Afuera, la tormenta era cruel y el viento azotaba la persiana cerrada sin piedad.

Se levantó y se acercó a la ventana. Subió un poco la persiana para ver que ocurría, pero le fue imposible. Todo era oscuridad y ruido. Volvió a bajar la rejilla y se acostó.

En noches como aquella le era imposible dormir a gusto. No le gustaba la oscuridad, ni el silencio, ni el ruido de los truenos y para su mala suerte, estaba teniendo todo lo que no le gustaba en una sola noche y a la vez.

Estiró el brazo y buscó el teléfono en la mesita. Presionó el botón de encendido y verificó que estaba casi sin batería. Que irónico. Sin energía, con el teléfono casi apagado, con ruidos incómodos. La noche perfecta para suicidarse por la depresión.

Volvió a levantarse y fue a la cocina en busca de un vaso de agua. Tropezó con un par de banquetas en el camino. Blasfemó contra los Dioses, bebió y volvió a la cama. El ruido afuera era horripilante. Además, el árbol que tenía pegado a la casa, tenía una rama que daba contra la persiana, simulando a alguien que picaba constantemente una puerta. Decidió que en la mañana siguiente mandaría que cortasen dicha rama.

Volvió a coger el teléfono y se puso a mirar sus correos, pero no tenía conexión a internet ni servicio de linea. Soltó el teléfono sobre la cama y blasfemó aun más alto.

Pasó el resto de la noche despierto. Ya por la madrugada, sintió que se calmaba la tormenta. Agradeció a los cielos y decidió acostarse, pero no fue capaz de conciliar el sueño.

Cuando se levantó a la mañana siguiente, aun estaba sin energía. Ahora con el teléfono apagado, no podría llamar a la oficina para avisar que llegaría un poco más tarde. Salió a la calle y extrañó que estuviera todo tan vacío. Apenas había coches. Ni el autobús estaba circulando. La tormenta de la noche anterior había sido catastrófica, pensó.

Sacó su auto y emprendió viaje a la oficina. Por el camino, vio que los semáforos estaban todos apagados. Los letreros luminosos, también. Había basura por la carretera, árboles caídos, accidentes de tráficos y muchos coches abandonados.

Llegó a la oficina sobre las nueve y media. Encontró algunos de sus compañeros en la acera.

—Marcos, lograste llegar —le saludó José—. No vas a creer lo que me pasó.

—¿Tan fuerte fue la tormenta de anoche que no podemos trabajar? —preguntó Marcos sin dar más importancia a lo que quería decirle su compañero.

—¿Fuerte? Fue el caos —dijo José—. Imagina que la red esta apagada. No tenemos nada. Ni energía, ni teléfonos, ni móviles, ni internet. Simplemente no tenemos nada de nada.

—Esto es imposible —dijo un Marcos incrédulo.

—Pues, subamos y te enseño.

Entraron en el edificio y Marcos fue directo al ascensor.

—No, compañero. Hoy iremos por las escaleras. Recuerda que no tenemos energía eléctrica.

—¿No funcionan los generadores?

José meneó la cabeza en una negativa.

Subieron a una novena planta por las escaleras. A la mitad, Marcos ya había parado dos veces para recuperar el aliento. Entraron en el pasillo oscuro y siguieron hasta casi al final, donde José abrió la puerta de las oficinas. La luz era precaria, ya que venía de la única ventana que había y el día estaba nublado.

—¿Cómo quieren que trabajemos sin luz? —preguntó Marcos.

—No quieren que trabajemos. Recuerda que estábamos todos en la calle, solo subimos aquí para que pudiera enseñarte como estaba todo esto.

Marcos cogió el teléfono y lo llevó al oído. Nada. Ni una señal. Pulsó el botón de encendido del ordenador y nada. Comenzaba a desesperarse. Cómo podría ser aquella situación. La tormenta había sido anoche y aun no habían arreglado la avería, fuese dónde quisiera que fuese. Esto costaría millones de pérdidas a la empresa.

Cuando los ordenadores se colapsaban, tiraban de teléfono y móviles, pero nunca habían llegado a este extremo. Ni ordenadores, ni teléfonos, ni móviles. Era como retroceder en el tiempo a una era de siglos y siglos atrás.

—José, me voy —dijo al final—. Necesito un café y pensar qué hacer. No podemos permitir que la empresa pierda tantos millones. Nos despedirán.

—Espera que bajamos juntos. También yo daría la vida por una taza de café caliente, pero en el bar de la esquina no tienen ni siquiera gas para la cocina.

Volvieron a bajar y salieron a la calle, donde unos pocos empleados seguían congregados.

—José, ¿te das cuenta que no tenemos medios ni siquiera de saber cómo están las cosas en otros lugares? No sabemos si esto ha ocurrido solo aquí o en algún sitio más.

—Ya —contestó un José pensativo.

El día se arrastró. José y Marcos caminaron todas las calles cercanas al edificio de la empresa en busca de un bar o restaurante que les pudiera ofrecer algo caliente o alguna noticia, pero los que no estaban cerrados, estaban a espera, como todos, de alguna solución para el problema. Tuvieron que contentarse con un refresco de temperatura ambiente y unas magdalenas.

Marcos ya estaba al borde de un ataque. Eran muchas horas sin su teléfono sonando, sin mirar sus emails o ver las noticias en la televisión de algún bar.

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—Me voy a casa, al total, el día ya está perdido. Mañana será otro día y las cosas irán mejor —dijo José.

—¿Por qué no vienes a quedarte en mi casa, José? Vivo más cerca y si vuelve la electricidad, podríamos adelantar el trabajo desde mi casa.

—Vale. Pero, espero que tengas algo bueno para comer que me muero del hambre.

—De camino, pedimos comida…

José soltó una carcajada que resonó en las paredes y techo del aparcamiento.

—Es normal —dijo José cuando se tranquilizó—. Estás acostumbrado a vivir con la tecnología en los huesos, hermano. As veces, hago el curso de supervivencia en las vacaciones, por esto sé manejarme en estas condiciones.

—Pues ya puedes sacar cartas de la manga para que sobrevivamos los dos —le espetó Marcos.

Desde la autopista, vieron a un par de comercios ser saqueados por los moradores de la zona. Cuando llegaron a casa de Marcos, encontraron la cochera abierta.

—No puedo creer. Me han robado —dijo Marcos indignado.

—Mira ver si te falta algo.

—Voy llamar a la policía ahora mismo —dijo sacando el móvil apagado del bolsillo interno de la chaqueta, luego se acordó y volvió a guardarlo—. Estoy harto.

Entró en la cochera, pero no vio nada fuera de lugar.

—Puede que te haya olvidado de cerrarla —dijo José—. Es de portón automático, recuerda.

Una vez más, José tenía razón. El portón cerraba a los noventa segundos después del último movimiento delante del sensor.

Entraron en la casa, silenciosa y oscura.

—¿Tienes velas? —preguntó José.

—Hay un par de candelabros en el salón y en uno de los cajones habrá más velas. Sonia le gustaba estas cosas.

Sonia era la ex novia de Marcos. Lo había dejado plantado hacía un par de semanas, cuando ya cansada de ser el segundo plano en todo en la vida de Marcos, encontró a alguien que la ponía como prioridad en todo.

José encendió velas por toda la casa.

—Marcos, ¿aun tienes el equipo de camping?

—Creo que sí. Debe de estar en la cochera. ¿Para qué lo quieres?

—Voy a cocinar algo caliente. Lo necesito. Creo que te dejé una bombona de gas llena cuando te lo devolví —dijo José saliendo camino a la cochera.

Cuando volvió traía consigo una cocinita de camping gas. La llevó a la cocina, la armó sobre la mesa de mármol, la encendió y puso una sartén sobre el fuego. Luego buscó en la nevera algo que pudiera hacer y encontró un par de chuletones frescos.

Después de cenar, los amigos se tiraron en el sofá. Sin televisión para ver la clasificación de sus equipos, ni las últimas noticias, poco quedaba por hablar y se retiraron pronto a sus habitaciones.

La noche fue muy larga para un hombre que estaba acostumbrado a las comodidades de la tecnología. Su cabeza solo pensaba en los millones que estarían perdiendo la empresa y el castigo que le recaería sobre los hombros. Era responsabilidad suya. Él era el jefe. Él debería solucionar el problema, pero cómo.

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