El día de la operación.

– Por exigencia de su abogado tengo que preguntárselo una última vez: ¿comprende que se juega la vida en esta operación? – El letrado, de pie en una esquina de la habitación, con peinado hacia atrás,  maletín, traje y zapatos a juego con el gesto desaprobador, miraba a su cliente, sentado frente al doctor.

– Sí, lo comprendo y quiero seguir adelante.

– Muy bien, firme aquí y aquí. Esto exonera a la clínica…

– Ahórrese la parrafada – levantó el mentón y señaló al hombre de pie -, discútalo con él. ¿Cuándo me ingresan?

– Esta tarde. A las 17:00.

Arturo se levantó, estrechó la mano del doctor e indicó a su abogado una última instrucción: “te toca”. Dedicó el tiempo que le quedaba antes de ser ingresado en ir a su casa. Allí tenía preparado un macuto con útiles de aseo y algo de ropa. Tenía prohibido comer, cosa que agradeció, porque su estómago solo admitía un combinado de nervios y miedo. Antes de abandonar su hogar – quien sabía si por última vez -, se miró en el espejo que había al lado de la puerta y observó las canas incipientes, las arrugas en torno a los ojos y la comisura de la boca. No tenía ni cuarenta años pero aparentaba sesenta. El viejo que esperaba ser empezaba a asomar sus rasgos de manera prematura.

En el camino de vuelta al hospital, pidió al taxista que diera unos cuantos rodeos para poder permanecer en silencio unos minutos más y recordar los detalles de la cirugía: una operación con una tasa de éxito del 15%, con un equipo integrado por los mejores médicos  venidos de todo el mundo, que duraría alrededor de 18 horas y en la que existía la posibilidad de no salir con vida. A grandes rasgos, este era el escenario.  Llegó al hospital, lo condujeron a su habitación y se preparó para la cirugía, desvistiéndose muy despacio en la intimidad que la enorme estancia le proporcionaba – pagar una cifra de dinero descomunal daba acceso a esas facilidades -. No tardaron en llegar los enfermeros, que lo tumbaron en la camilla y le pusieron las vías pertinentes.

A las 17:10 Arturo entró al quirófano donde lo esperaba una niebla de batas verdes y blancas. Le dio cierto vértigo observar esas bandejas llenas de instrumental quirúrgico que abrirían su carne unos minutos más tarde. Le colocaron la mascarilla y le pidieron que contara desde el diez hasta el uno.

Arturo asintió obediente.

10…9…8…”¿Me promete que no sentiré nada?”…“No se preocupe. No le dolerá”…7…“No quiero que duela más”…“No lo hará…6…5…4…

Giró brevemente su cabeza y vio a su mujer  apoyada en el cristal que separaba el quirófano de una pequeña sala donde se aglomeraban los estudiantes, golpeando la superficie y gritando. No oía nada de lo que bramaba, pero leyendo los labios creyó entender: “no lo hagas”.

3.

2.

1.

Antes de que la anestesia le durmiera por completo, la imagen de un parque, con un tobogán y columpios se dibujó en la mente de Arturo. Fue lo último que vio.

Entonces el bisturí entró en la carne a la altura del corazón.

El parque.

Arturo sintió la vibración del móvil en el pantalón pero decidió ignorarla. Había bajado al parque con su hija de seis años y la observaba con placer deslizándose por el tobogán o cogiendo impulso en los columpios. Otra vibración llamó la atención del hombre, pero siguió mirando a su hija: la genética había sido generosa e hizo que saliera a su madre, con esa mirada insondable perdida en el marrón oscuro de sus pupilas y adornada por unos tirabuzones azabaches que poblaban su cabeza. La niña llamaba constantemente la atención de su padre y él trataba de devolvérsela, pero las vibraciones insistentes del móvil consiguieron que durante unos segundos apartara sus ojos de la niña y fueran directos a la pantalla. Era otra vez ella: el error más grande de su vida.

Leyó los mensajes de súplica y desesperación y notó que la sangre le subía a la cabeza. Tenía tanto que perder, que seguir metido en ese juego estúpido, iniciado en un viaje de trabajo meses atrás, y prolongado a través de las malditas redes sociales, era la peor decisión posible. Miró una vez más a su hija para comprobar que todo estaba en orden y la vio hablar con un niño que portaba unos cuantos cómics enrollados. Se permitió centrarse unos minutos en el móvil. Se enfrascó en cómo responder a aquellos mensajes y escogió la forma más tajante: “déjame en paz”. Presionó la tecla de enviar y no tuvo tiempo de comprobar si el mensaje había llegado: los gritos invadieron el marco y un remolino de miedo y polvo envolvió a Arturo.

En un instante, todos los que se encontraban en el lugar, niños y adultos, entre sollozos y confusión, corrieron a la orilla del parque que daba al asfalto. Arturo los siguió y empezó a notar el palpitar tenebroso del corazón cuando no logró encontrar a su hija. Entre el tumulto de gente pudo atisbar un coche parado en mitad de la carretera, con las cuatro puertas abiertas y al conductor en estado de shock mientras se negaba a mirar en la parte delantera del vehículo, donde un pequeño bulto permanecía inmóvil en el suelo. Cuando, apartando a manotazos a la gente que allí se aglutinaba, Arturo observó los rizos color azabache, su mundo cayó en la oscuridad.

Post-operatorio.

La operación fue todo un éxito.

Duró dieciocho horas y cuarenta minutos. Arturo necesitó una hora más para que los efectos de la anestesia comenzaran a desaparecer. Confuso, levantó un poco la cabeza intentando situarse, pero un mareo le sobrevino y tuvo que volver a recostarse, llegando a la conclusión de que estaba en la habitación donde lo habían preparado para la cirugía. Pronto llegó una tropa de médicos con gesto de satisfacción, y tras ellos un par de enfermeros que empujaban una mesa en la que se adivinaban dos bultos tapados por una sábana blanca.

Su mujer, aunque ya no lo fuese – se negaba a pensar en ella de otra manera -, entró la última.

No fue la infidelidad lo que acabó con el matrimonio de Arturo. Lo que puso fin a diez años de unión fue observar a su hija dentro de un ataúd. Nada vino de repente, fue el sedimento del dolor. Capa a capa, fue enterrando cualquier emoción y una tarde cuando llegó a casa, se la encontró vacía. Poco después, lo echaron del trabajo. Teniendo en cuenta su situación, el bufete al que había dedicado tanto tiempo, tuvo un gesto e incrementó su indemnización para que no le faltara de nada.

Cayó entonces en una espiral autodestructiva que desembocó en la lectura, meses después, de un artículo publicado en un dominical, donde se explicaba el proyecto “TURING”. Abrió mucho los ojos mientras entendía en qué consistía y pronto comprendió que era justo lo que necesitaba.

– Le felicito, la operación ha sido todo un éxito. Hemos de confesarle, ahora que todo ha pasado, que ha sido usted el primer sujeto, perdón, el primer paciente en España que se ha sometido a esta operación.

– ¿Entonces?

El médico levantó la sábana y Arturo observó dos tarros llenos de un líquido amarillento en los que flotaban un par de bultos que parecían órganos.

– Hemos extirpado su corazón y parte de su cerebro. Ha tenido suerte, porque en el caso del corazón tenía una lesión que, tarde o temprano, habría derivado en un infarto. Todos los mecanismos emocionales han sido eliminados de su cuerpo. Los órganos vitales han sido sustituidos por elementos sintéticos que cumplirán con la función biológica. Sin emociones, sin dolor. Tal y como usted quería.

– Los recuerdos…¿dolerán?

– Serán un mero registro de información, completamente vacío de emoción y de cualquiera de sus expresiones. Usted…

– Es todo lo que necesito saber.

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