De repente todos se callaron y empezaron a mirar alrededor, como paranoicos, como niños asustados porque están solos y escucharon un ruido en el living. Y entonces cada uno empezó a mirar al de al lado, a ver si era ese el responsable. Respiraban agitados, sudaban frío, estaban sufriendo un ataque de pánico. Volvió a suceder y entonces uno no aguantó, abrió la ventana, se tiró al vacío. A Marcela se le llenaron los ojos de lágrimas pero no podía llorar. Su lagrimal estaba seco, raspaba. La voz volvió a retumbar en el aula. “¿Alguien tiene una birome?”. La profesora no sabía qué hacer. Se acercó a Rodrigo, el chico nuevo, y sin mirarlo a los ojos, le mandó un mensaje de texto. “EN ESTA ESCUELA NO USAMOS ESE LENGUAJE. LO QUE NECESITES LO TENÉS QUE PEDIR POR LA VÍA HABITUAL (MAIL O CELULAR). TRATÁ DE QUE NO SE REPITA”. Rodrigo la miró a los ojos –evidentemente seguía sin entender los códigos de convivencia-, asintió y mandó un mensaje al grupo de Whatsap. “Por favor, ¿alguno me presta una birome?”. Todos le clavaron el visto pero nadie le dio nada.
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