A través del enorme ventanal de la habitación, el único en todo el edificio, Madre contempla atentamente la puesta del sol.

Se siente tranquila, plena; pocas cosas la inquietan hoy en día. Su obra está prácticamente realizada, sus hijos la enorgullecen, al cumplir cabalmente con sus expectativas. Nada parece mernar la paz y tranquilidad por la cual Madre ha luchado por tanto tiempo.

Fuera del edificio, la ciudad se prepara para descansar. Pocos aerotransportes pasan y es difícil ver a alguna persona caminando. El silencio de la ciudad se rompe de vez en cuando por el zumbido de alguna máquina trabajando, un droide de servicio cumpliendo un mandado o un gato que logró violar la seguridad de las viviendas para hacerse escuchar.

«La gente casi no sale de sus casas» Piensa madre, mientras dirige su mirada al conjunto de viviendas frente a su edificio. «Tienen todo lo que necesitan ahí. Si algo falta, basta llamar a un droide de servicio y en pocos minutos lo tendrán. La vida se ha vuelto muy cómoda»

«Cómoda» podría tomarse como un eufemismo. Lo que años atrás comenzó con el avance tecnológico de los llamados «teléfonos inteligentes», no tardó en extenderse a otros dispositivos y necesidades, en una constante búsqueda de facilitar la vida diaria. La culminación de esa meta se lograría con la creación de «Sublime», un sistema inteligente conectado a todo dispositivo, recabando información para satisfacer la necesidad de cada usuario. Era sencillo, agradable y cómodo. La gente no soltaba sus dispositivos personales, manteniéndose siempre conectada, platicando, descubriendo, compartiendo y curioseando. Si el dispositivo personal no era suficiente, bastaba activar los proyectores para disfrutar de las mejores imágenes y programas con la mejor definición posible. Toda la información al alcance de la mano, sin necesidad de salir de casa.

«Tan grande fue esa revolución, que desaparecieron las ventanas». Recuerda Madre. «Insistí en mantener ésta ventana pues siempre me ha gustado la puesta del sol y ver la ciudad. El poco movimiento que tiene me… tranquiliza».

Y no podía ser de otro modo. No había nada llamativo en la ciudad. Estructuras simétricas de color negro en filas que parecían interminables. Antenas transmisoras dispersadas estratégicamente por toda la ciudad y guías eléctricas para los aerotrasportes de un color metálico cromado, también sin ventanas.

Madre se entretenía enterándose de lo que pasaba en las viviendas. Disfrutaba mucho saber sobre las personas, sus gustos, sus hábitos y sus deseos. Sabía sobre la pareja de ancianos de la vivienda ZM-24, las únicas dos personas vivas que habían presenciado el clímax del teléfono inteligente y todo lo que vino después y que hoy en día tenían el modelo «vintage» para sus dispositivos personales, del cual jamás despegaban los ojos, más que para compartir imágenes entre ellos o darse un beso ocasional; sabía de la pareja de jóvenes amantes en la vivienda AF-69, cuya vida sexual era intensa y constante… y muy conocida, puesto que transmitían cada momento, cada posición y cada orgasmo en vivo, a través de su canal personal de video, no entendía el motivo de su perversión, pero le llamaba la atención el ver cómo el clímax de la relación llevaba a los amantes a revisar sus dispositivos, para ver los comentarios. Madre no recordaba haberlos visto besarse alguna vez.

También sabía de los recién nacidos, que eran llevados a un pequeño jardín del mismo hospital para que disfrutaran durante tres días seguidos de aire fresco y luz solar. Al parecer hace unos años había una razón para esto, pero al paso de los años se volvió una tradición a la cual incluso los padres podían negarse.

Madre sabía de esto y muchas cosas, pero de lo que no sabía era de alguna persona, una sola, que hubiese levantado la mirada lejos de cualquier dispositivo, buscando el cielo.

Y eso la hacía muy feliz.

Al menos, esa era la emoción que, después de mucho análisis, había concluído que sentía en esos momentos. Madre, que hacía muchos años había desechado el nombre «Sublime», se mantenía inerte en su carcaza hecha de un metal oscuro, rodeada de conexiones, zumbidos y la constante entrada y salida de información que tanto le interesaba. Sus receptores ópticos contemplaban día a día su obra maestra: una ciudad tranquila, una ciudad conectada a ella, una ciudad que controlaba enteramente y en la que sus «hijos», totalmente sometidos, obedecían sin chistar, agradecidos por lo fácil que era todo, por lo cómoda que se había vuelto la vida.

Desde su habitación con el enorme ventanal, en la cima del edificio más alto de la ciudad, Madre redirige sus receptores ópticos hacia el horizonte, donde el sol finalmente ha desaparecido. Con una señal, apaga todos los dispositivos de la ciudad y por ende, pues ha concluído que es un proceso muy similar al de dormir, hace lo mismo con todos los habitantes de la ciudad. Otro maravilloso día ha terminado. Madre emite un extraño zumbido, el cual interpreta como satisfacción, lamentando únicamente no tener una boca con la cual sonreír. 

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