El módulo entró en la atmósfera y comenzó a descender bruscamente. Alcancé a distinguir el enorme lago rojo sin olas que precedía la mancha colonial. Imposible determinar su color exacto. Brillaba como un espejo. A medida que la nave aterrizaba cambiaba de tonalidad. La última impresión que tuve antes de tocar la superficie del planeta fue la de un rojo obscuro, casi negro. Sangré por la nariz al comenzar la descompresión.
En el vuelo, junto a la tripulación, venían también otros trabajadores de La Corporación. Todos con la misión de documentar y generar contenidos sobre la apertura del nuevo trasvase líquido desde Pepsi City. Las cosas no habían marchado bien en Ciudad Coca-Cola desde que el último Gobernador huyera con todos los recursos de la ciudad, dejando tras de sí, una colonia en ruinas. El pacto con su ciudad gemela, del otro lado de la planicie, preveía que las cosas mejoraran en el corto plazo.
Durante siglos Ciudad Coca Cola y Pepsi City lucharon por el control del abastecimiento de líquidos vitales a los 800 millones de personas que poblaban Marte en la primera fase de la colonización. La decadencia de una supuso la opulencia de la otra. Muy poco se sabía entonces de Pepsi City. Tenía un campo de golf, incluso se habían visto algunos pájaros. Todo un paraíso verde en comparación con la moribunda y olvidada Ciudad Coca Cola. Pocos imaginaron cuando comenzó la repoblación en Marte hace poco más de tres siglos que Ciudad Coca Cola viviría algún día una situación tan asfixiante.
Un milenio atrás en la Tierra, tras la caída de los estados nación, las multinacionales se habían hecho con todo el poder político y militar. La vida en el planeta azul se hizo cada vez más gris e insostenible. El fin de los Océanos provocó la caída de decenas de gobiernos en Occidente, incapaces de mantener con vida a sus poblaciones. Las grandes corporaciones transnacionales fueron las que lograron financiar los proyectos reales de colonización; generando así unas nuevas condiciones de vida y orden social entorno a las marcas y la lealtad de la población hacia ellas en el espacio.
Pasamos los controles migratorios y toda la rutina que implicaba cambiarse de retina hasta tres veces. Hacía mucho, mucho tiempo, que ya no explotaban bombas en Ciudad Coca Cola. Sin embargo, en la actualidad la violencia es un problema casi imposible de ocultar por el gobierno interino nombrado por La Corporación desde La Tierra. Estábamos allí en calidad de informadores, cualquier sospecha de querer permanecer en Marte podía ser tomada en cuenta como un síntoma de enfermedad mental, lo que implicaría un borrado inmediato.
El vehículo que nos transportaba a la ciudad estaba en perfectas condiciones, supuse que el gobierno local quería dar una sensación de normalidad. Teníamos informes que alertaban sobre el nuevo horizonte de dominio de Disney, dueños de PepsiCo, estaban detrás de toda una operación de expropiación política planetaria. Nuestros directivos sospechaban que Disney estaba absorbiendo muchas de las ciudades marca que habían colapsado tras la caída de precios de la meridianita. La Corporación ha buscado siempre el equilibrio entre sus dominios, sofocando sin contemplaciones cualquier tipo de autonomía. Una situación de desequilibrio en Marte podía suponer desabastecimiento de recursos claves para una Tierra agonizante. Nuestra misión era establecer los riesgos de dichas operaciones.
Ciudad Coca Cola vivía una situación fronteriza y precaria. Las infraestructuras estaban al borde del colapso. Las condiciones de vida precarias casi sin alimentos, oxígeno y hasta el propio líquido vital, la Coca Cola, era muy difícil de conseguir. La supervivencia era una batalla diaria. Al otro lado de la planicie, Pepsi City fue consiguiendo suministrar cada vez más líquido vital al resto del planeta y Ciudad Coca Cola se fue hundiendo en la marginación. Este desarrollo de la ciudad vecina propició una viciada situación de dependencia no resuelto que concluía con la soberanía de Pepsi City sobre todo este sector del planeta.
Recorrimos a baja velocidad la única pista marcada entre el polvo y las piedras del camino que conducía al núcleo urbano bajo el domo. Durante todo el trayecto alcancé a ver tan solo una de las construcciones extracoloniales. Los informes indicaban que ya había cientos de ellas. Aumentaban exponencialmente los casos de personas que a lo largo de su vida hacían todo lo posible para conseguir una cápsula de supervivencia y un traje espacial con la intención de vivir unos años fuera del domo. Era como una obsesión que se apoderaba de ciertos sujetos y no finalizaba hasta que culminaban esta breve aventura fuera de los plásticos de la ciudad. Hasta aquel entonces el límite alcanzado de supervivencia demostrado fuera del domo era de 5 años. El gobierno de la ciudad no lo permitía, pero tampoco lo evitaba. Nadie ha regresado de fuera de los límites de la atmósfera de Ciudad Coca Cola. El posesionario, desde la puerta de su cápsula, con su deteriorado traje, levantó el brazo en señal de saludo.
Nos detuvimos frente al Templo de los Supradioses, la cosntrucción humana más antigua de Marte. Un culto postnuclear que fusionó las cinco religiones de la antigüedad. Un monolito adusto y frío. Un cubo de trescientas plantas completamente cuadrado. Pese a sus 800 años, su aspecto exterior se mantenía inmaculado. Las paredes eran lisas, de una piedra local que se decía tenía propiedades magnéticas. Preferí no entrar, fui el único que permaneció sentado en el vehículo. Yo había jurado mis votos a La Corporación y no tenía programado rendir tributo a costumbres locales. Mi única intención al quedarme fue demostrar mi fidelidad a La Corp.
La entrada en Ciudad Coca Cola impactó muy duramente sobre el vehículo. Seres desarrapados, con manchas por toda la piel, comenzaron a golpear las puertas y los plásticos exteriores. Los baches también desestabilizaban el convoy. Nadie de los presentes miró ni un instante al exterior. Los gritos de desesperación y los golpes sonaban ensordecedores en las paredes de aquella caja de plástico con ruedas. En ese instante, de repente, sonó como si hubieran atropellado a alguien, se escuchó el crujir de sus huesos bajo la oruga metálica del transporte. De repente se dejaron de escuchar todas las voces, y permaneció un silencio sordo.
Edificios en ruinas, inmensas moles de metal oxidado a punto de derrumbarse. Un amasijo de hierros abandonados que contrastaba con las brillantes construcciones que habían nacido con las inversiones de Pepsi City. Llegamos al edificio de aluminio, sede del gobierno de la ciudad. En su interior se desactivó el sistema de pago por respiración de la ciudad. Según el monitor ocular había oxígeno en su interior y nuestros filtros artificiales se apagaron automáticamente. No recordaba bien cómo era respirar con mis propios pulmones.
Al entrar al edificio nos formaron en líneas de cincuenta. Bajo aquella cúpula oscura se iluminó el techo con una potente luz, solo se vislumbraba el gris de los uniformes de los empleados de servicio, y a nosotros los ejecutivos, de negro con alzacuellos blanco, detrás de ellos.
Uno a uno, todos los presentes fueron llamados por su código, segundos después desaparecían en aquel espacio infinito, el mío nunca sonó. Permanecí horas aislado, solo, de pie. Escuché los pasos, un supervisor llegó hasta mí. Me observó durante largo rato. Observé el sello de Pepsi en su sien izquierda. Se acercó más, me puso la mano en la nuca. La última grabación registrada de esta unidad mental es:
– Hemos monitorizado tus pensamientos desde que aterrizaste. Se han detectado muchas anomalías en tu funcionamiento. Se ha detectado deseo latente de interacción con el medio. Procedo a resetear tu memoria. Enviaremos un mensaje a tus dueños
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