Estás sentado en la terraza de tu casa. Desde ese montículo atisbas, con la mirada perdida, el acantilado y el vaivén de las olas. También escuchas el graznar de las gaviotas cuando se arremolinan en la playa. Desde esa atalaya el mundo es azul. La bóveda celeste se funde con el inmenso e interminable mar. Es bello, pero inútil para tus sentidos porque lo percibes distante…es más, yo creo que ni lo sientes. Pobre anciano, ya has llegado a un punto que confundes el presente con tu memoria pretérita.
Se acerca a tu vera una muchacha de cabellos rubios y ojos rasgados. Es menuda y físicamente no muy agraciada. Parece simpática porque cuando se dirige a ti, aparte de sonreírte, te habla con dulzura. Porta una tablet de diez pulgadas que se ilumina con un destello. Esa luz consigue que tus ojos parpadeen. De repente aparecen objetos cotidianos: un libro, una mesa, una maceta llena de margaritas y un reloj despertador. La muchacha te pregunta y posas el dedo sobre la pantalla. Otro destello y el dibujo que has señalado desaparece. «¡Muy bien!», exclama ella, pero da igual, tú sigues en otro espacio. Ni un gesto en el rostro que denote sensaciones. Tornas a efectuar la misma operación una y otra vez. Todos tus movimientos son mecánicos y con una lentitud que exasperaría a cualquiera, pero no a tu cuidadora que disfruta cuando aciertas con la figura.
El atardecer anaranjado asoma por el horizonte. Sientes escalofríos porque la brisa marina humedece tu cuerpo. La joven percibe ese desasosiego y empuja la silla de ruedas hasta el interior del salón. Te has levantado con su ayuda y te acomoda en un sillón orejero de piel marrón, frente al televisor, un aparato de última generación que te compraron los hijos y que no sirve para nada. Chelo, ese es su nombre, mira la hora que marca el reloj de pared. Da la impresión de que espera a alguien porque también ojea el de pulsera. Luego hurga en su bolsillo y extrae un pendrive. Lo enchufa en una salida y selecciona con el mando la entrada USB. ¡Bravo!, aparece tu zarzuela favorita: LaVerbena de la Paloma. ¡Qué muchacha esta! ¡Qué detallista! La ha bajado de YouTube para ti. Quiere que por medio de la música percibas recuerdos borrados. Por un momento da la impresión, sobre todo cuando comienza la obertura, que tu memoria recobra vida. Intentas mover los labios y trazas, con balbuceos ininteligibles, las notas musicales. Da igual, todo es un espejismo, porque de nuevo te sumes en la melancolía.
Mientras Chelo te ayuda a digerir la merienda, leche con malta y magdalenas, llaman a la puerta. Es un sonido estridente que retumba por el salón. La muchacha abre y aparece un joven de su edad. Debe ser el novio porque se dan un beso en los labios y le tutea con familiaridad. Viste una camiseta negra y estampada, unos tejanos desgarrados y el pelo peinado con rastas del color de las castañas. Transporta una pequeña maleta de viaje y se introduce en la habitación contigua. El muchacho deja el equipaje junto a una mesa donde reposa la computadora. Tú, ajeno a lo que acontece, sigues con la mirada perdida frente al televisor.
—¿Estás seguro de lo que quieres hacer? —pregunta la muchacha sin disimular su nerviosismo.
—¡Sí! —afirma categórico—. No te preocupes que está todo estudiado y bajo control. Vigilaré sus pulsaciones para que estés más tranquila. Además, parece mentira que me preguntes, si tú ya lo experimentaste y no hubo ningún problema.
—Es verdad, pero no es lo mismo. Espero que todo salga bien… ¿Te ayudo en algo?
—Sí. Quiero que le ayudes a sentarse en la silla de ruedas. Luego lo acercas a la mesa mientras preparo todo el equipo.
Sientes cómo se mueve la silla que te traslada hasta el cuarto. Estás frente al joven y la mirada se detiene en sus rasgos. Da la impresión que lo conoces porque no dejas de observarlo. Te sonríe al mismo tiempo que despliega, sobre la mesa, varios objetos y una caja que pone: Reality Engine. También extrae de la maleta un guante muy extraño cubierto de cables, unos auriculares y unas gafas oscuras muy grandes, parecidas a las que llevan los submarinistas. Chelo ase tu mano y coloca el guante, entonces giras la cabeza y fijas la mirada en un objeto blanco que reposa sobre la manopla. Debe ser un sensor o algo parecido ya que, de su interior, sale un cableado diminuto. La joven acaricia tu semblante cuando observa que tus ojos se desvían hacia los suyos. «No te preocupes, todo saldrá bien», dice. Y tú en ese momento sientes sosiego, quizás, porque confías en ella. El muchacho es ajeno a tu inquietud. Teclea sin parar, ensimismado, frente a la pantalla del computador. Al rato finaliza la programación y se dirige a la muchacha indicándole que va a comenzar. Te ha colocado los auriculares e inmediatamente lo ves todo oscuro porque las gafas te impiden la visión. «¿Qué sucede?», debes estar preguntándote. En ese corto espacio de tiempo tu corazón sobrepasa las cien pulsaciones.«¡No hay peligro!», exclama el joven.
De repente ves cómo la pantalla se ilumina y suena: Así habló Zaratrusta. ¡Sorpresa! Es tu sinfonía. Luego el mar…el cielo y en el horizonte el sol despliega sus primeros rayos acariciando la quietud de las aguas. Es real y te asustas, se nota en las pulsaciones que refleja la computadora. La joven se pone nerviosa e insta al muchacho para que detenga la aplicación. En ese instante los latidos del corazón descienden y se estabilizan en noventa. ¿Qué observas en estos momentos? ¿Por qué sonríes? ¡Ah, ya! Ahora comprendo, estás contemplando a una muchacha que pasea por la playa y cientos de gaviotas siguen sus pasos. Está de espaldas y no sabes quién es. ¿O sí?
En un abrir y cerrar de ojos descubres que ha cambiado el paisaje, incluso la música. Escuchas un vals. ¡Es el del Danubio! Ahora aparece un hombre de espaldas, está vestido con un elegante frac negro y se encuentra en un gran salón lleno de lámparas y espejos, pero vacío. Al fondo observas una mujer, también de espaldas, vestida de novia. Mueves la mano del guante. Eres inteligente. Te has percatado de que con el movimiento puedes tocar objetos. Diriges al hombre del frac hacia la mujer y cuando llega le toca el hombro. Ella se gira. ¡Es sorprendente! ¡Es la imagen de Chelo, tu cuidadora! En ese momento consigues que el hombre baile con la dama. Él está de espaldas y no sabes quién es. ¿O sí?
Tu sonrisa denota felicidad. Necesitas descubrir el rostro del galán. Usas el guante para hacer girar, ciento ochenta grados, a los bailarines. Lo consigues y… ¡sorpresa! El hombre es el muchacho de las rastas, pero sin rastas. Entonces tornas a mover la mano cableada y acaricias a tu esposa. Sientes el tacto de su piel y la besas. Tu sonrisa se transforma en carcajadas. Eres feliz. ¡Peligro!, el ritmo cardíaco se ha desbocado. Sube, baja, sube, baja, sube, baja… Se para.
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