Mientras acaricia al bebé dormido en su cuna, Juan Carlos le dice a Laura, su esposa:

—Ya me decidí, no me resigno a pensar que Alan crezca sin haber sentido lo que es tener un padre.

—Mi amor —le contesta ella—, sí te provocan una lesión cerebral, desperdiciarás meses de contacto con tu hijo.

—Y si me cruzo de brazos, sólo seré un concepto frío en su mente y un hueco en su corazón. Por favor, no lo hagas más difícil, necesito tu apoyo. Igual seremos la primera familia ciber-disfuncional de la historia.  —Bromea.

Laura, que estaba guardando ropita en la cómoda, interrumpe su labor, se acerca, y con el rímel descompuesto por las lágrimas lo mira un instante con desconsuelo, luego se acurruca en su pecho. Él la abraza con dulzura hasta que el llanto del pequeño demanda su atención.

Juan Carlos Ramírez es un joven arquitecto con cáncer terminal que se ofreció para participar como conejillo de indias en un programa experimental de la Universidad de Stanford. La investigación es considerada por las revistas especializadas como el proyecto más ambicioso de Silicon Valley en la segunda mitad del siglo XXI.

El director del estudio, que es el prestigiado científico doctor Johann Schweinsteiger fue quién le dio al arquitecto Ramírez la noticia de que el Concejo del Instituto de Investigación de Biocibernética lo eligió por unanimidad considerando sus cualidades cognitivas, morales y emocionales, además de contar con un sano cerebro con bastas conexiones neuronales.

El objetivo del experimento consiste en transferir el acervo de un cerebro humano a una memora electrónica, de manera que todos los conocimientos, las experiencias acumuladas, los recuerdos y los procesos analíticos y creativos, se inserten en un procesador parlante.

La operación que se le practicará a Juan Carlos es sólo el primer paso. Sí todo sale bien. Una vez perfeccionado el proceso, se anidará la copia del contenido de su cerebro en una imagen holográfica tridimensional, con idénticas características de su cuerpo y voz, incluyendo sus ademanes, sus gesticulaciones y la modulación de sus expresiones verbales.

Mientras le rapan la cabeza, el arquitecto Ramírez ora, implorando a Dios que cuando el cáncer lo venza, su hijo pueda platicar con su padre, escuchar sus consejos, sus bromas y hasta sus risas.

Diez horas después, Juan Carlos es trasladado aún bajo los efectos del sedante a una habitación semejante a la de un hospital. La única diferencia es una pantalla verde que muestra su actividad cerebral y un scanner por su forma parecido a una secadora de pelo, como las que usaban los salones de belleza un siglo atrás. Mientras permanezca dormido, “las dos mentes” serán exactamente iguales, pero justo cuando despierte iniciará un proceso de individuación porque cada nuevo instante marcará una experiencia no registrada por la copia.

Al despertar, Juan Carlos se siente aturdido y con un enorme dolor de cabeza. Laura está a su lado.

—No te esfuerces mi vida, me dicen los médicos y los ingenieros que todo salió muy bien.

En ese momento llega el doctor Schweinsteiger  muy animado.

—¡Felicidades!, mister Ramírez. ¡Fue niño! —Bromea— no le pregunto cómo se siente porque lo hemos monitoreado todo el tiempo. A su nuevo yo, en cambio, después de alojarlo en él procesador, no lo hemos tocado. Nadie antes que usted debe entrar en contacto con su clon, ya que el primer registro de voz que escuche, es el que adoptará.

—Ok. Entiendo que sólo hay una copia ¿verdad, doctor?

—Así es, el proyecto fue autorizado directamente por el Congreso de los Estados Unidos a condición de no respaldar la copia. Es una cuestión de política de derechos humanos; su memoria sólo a usted le pertenece.

—¡Qué bueno! No me agradaría que mi intimidad anduviera esparciéndose por Internet.

—Bueno, ahora debo darle algunas indicaciones importantes para la siguiente etapa. De alguna manera usted va a entrar en contacto consigo mismo, pero su interlocutor ya es una entidad autónoma, por lo tanto, debe hablarle en segunda persona. Asígnele un nombre, hágale preguntas concretas, no fuerce situaciones.

La verdadera proeza empezará con ese insólito encuentro. Aunque en el programa hay muchos expertos en diferentes disciplinas, a ciencia cierta ninguno puede asegurar lo que pasará.

El arquitecto Ramírez entra en una habitación aislada acústicamente con tecnología espacial. Sus paredes de cristal le permiten ver un enorme número de personas que, a su vez lo observan con gran interés; se trata de todo el equipo de científicos, técnicos, asistentes e incluso colaboradores de las áreas administrativas e intendencia, así como algunos Congresistas Federales, sólo falta la prensa, pero ésta abarrota las inmediaciones del laboratorio experimental.  El público podrá escuchar lo que ocurra dentro de la cabina. Justo en medio de ésta hay una silla y una mesa, sobre el mueble, una pantalla con dos líneas que graficarán el sonido: verde para el input, roja para el output, un micrófono y dos bocinas laterales.

Juan Carlos aclara la voz y dice:

—Hola… —No hay respuesta. Repite—: “Hola” —Nada.

Miradas nerviosas se cruzan fuera del cubículo de cristal.

—¿No me vas a responder?

Al fin en las bocinas se escucha una voz sintetizada que dice:

—Pregunta.

A través de los cristales se ve a la muchedumbre ovacionando el momento.

—Ya no somos Juan Carlos. Ahora yo soy Juan y tú eres Carlos. ¿De acuerdo?

—Tú ordenas, Juan.

—¿De qué te acuerdas?

—De todo.

—A ver, déjame pensar… Te debo preguntar algo que nadie más sepa… Mmm… ¿Cómo se llamaba el perro de tu amigo Omar de la secundaria?

—Gipsy.

Los ojos de Juan se abren tanto, que de nuevo el público se emociona.

—¿Cómo es donde estás?

—No lo sé, no me veo, no me siento, no tengo hambre, ni sueño.

—¿Qué es lo último que recuerdas haber sentido?

—La última sensación física que registra mi memoria es el pinchazo de la jeringa que te sedó.

—¿Y no estás feliz de saber que vivirás para siempre?

—¿Viviré? ¿Estoy vivo?

—Si puedes interactuar conmigo o con los demás, sí lo estás, ¿o no?

—Sólo respondo u obedezco. No existe en mí el más mínimo interés de interactuar.

—Me asustas, ¿acaso no decidimos dar este paso por amor a la vida?

—Mis registros indican que Juan Carlos Ramírez fue quien lo decidió.

—¡Claro! Pero, ¿no te excita haberlo logrado?

—No siento nada, ni física, ni emocionalmente.

—A ver, a ver, cuéntame de cuando nació Alan.

—En mí base de datos aparecen trescientos diecisiete resultados asociados al nombre Alan.

— ¿Qué? Me refiero a mi hijo, obviamente.

—El día siete de diciembre del año 2056 nació en la Ciudad de México un varón, pesó 2,850 kilogramos…

—Espera, espera, eso sólo son datos. Yo te pido que me digas qué sentiste.

—Yo soy datos y sólo datos te puedo referir.

—¿Y los sentimientos?

—Puedo definir el concepto y relacionarlo con sucesos del pasado, pero no experimento sensación alguna.

Un poco exasperado, Juan lanza un desafío:

—¿Y qué opinarías si te digo que tomé la decisión de formatearte?

Desencajado, el doctor Schweinsteiger llama la atención a Juan con golpeteos en el vidrio. Al no haber un respaldo, el borrado podría significar gran pérdida de tiempo y recursos, pero sobre todo temía al embate de la prensa.

—No tengo capacidad de opinión —responde la computadora—, sólo soy una base de datos dinámica.

La siguiente pregunta provoca preocupación en el exterior.

— ¿Y tú mismo puedes borrarte?

—Si lo ordenas, en cincuenta y tres segundos quedará vacío el dispositivo, y nadie podrá revertir el proceso.

 Algunos científicos detrás del vidrio le suplican con la típica señal que empata las manos frente al pecho que no siga adelante, otros exigen con gesticulaciones iracundas y ademanes amenazantes que no eche por la borda años de trabajo, pero Juan los ignora.

—Alan, hijo mío, será en una carta de mi puño y letra donde expresaré cuánto te quise. Humanidad, puedes estar tranquila, mente y cuerpo son partes de un todo: Juntos llegamos, juntos nos vamos. Carlos, formatéate.

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