Me pareció una buena idea: cogí la bici sin frenos que papá me había construido del vertedero y me precipité por la temida cuesta de Valdemonía, mientras, a los lados del camino, todos me animaban con sus gritos. El pelo quedaba atrás, la bici traqueteaba sobre los pedruscos como si fuera a desintegrarse, mi corazón golpeaba mi pecho, yo chillaba como si no hubiera un mañana… ¡PUM! Tiritas, vendas, Mercromina y la indescriptible felicidad de haber volado por un instante.
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