Ese maldito pitido intermitente le hizo abrir los ojos y sentarse sobre la cama. Boca seca, cabeza pesada y una persiana entreabierta como de hotelucho barato iluminaba una maleta a medio hacer. En la penumbra de la habitación reconoció una figura de manos blanquecinas que movía su cabeza despacio de un lado a otro mientras miraba su reloj.

De golpe despertó, el pitido era más cercano y continuo, no podía hablar y recostado sobre una cama de sábanas blancas se vio a sí mismo quieto, inerte.

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