Inés sintió cuando el cuerno atravesó el pecho de su hermano; lo sintió como cosquillas en las verijas.
El escenario era una maraña de sombras de mezquite y la danza era una tango sangriento. Frente a ella el toro se retorcía en exorcismo y el cuerpo de Ezequiel era una lumbrada de tripas envuelta en humaredas negras. Inés se cubría la cara con un morral lleno de naranjas y pensaba en Acapulco. Había pagado por su viaje y un remolino de ceniza y flor de azahar anunciaba la partida.
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