—Bueno hijo… Creo que ya estás listo para emprender tu viaje —dije con pesadumbre.
Agradeció mis palabras con leves inclinaciones de cabeza, mientras introducía sus escasas pertenencias en una bolsa de plástico transparente que dejó sobre la mesa, y salió en silencio.
Cuando quedó sin vida tras la descarga, los de detrás del espejo abandonaron la estancia.
Llorando, me llevé la mano derecha a la frente, al pecho, al hombro izquierdo y al derecho, mientras suplicaba a Dios que nos perdonara.
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