El espíritu del callejón

El espíritu del callejón

Existe aún, en la ciudad de Sevilla, un barrio conocido como el barrio Santa Cruz. Aún quedan, inmutables al paso del tiempo, los restos de una muralla que dan entrada a los Reales Alcázares. Atravesándolos a la altura de la actual Plaza del Triunfo se puede encontrar hoy la famosa plaza llamada Patio de Banderas y, cruzándola, al otro lado, hay un pequeño rincón desde el cual se pueden contemplar hoy la Giralda y la catedral con una bella perspectiva. Nace allí un pequeño callejón, la actual Judería, a cuya salida (viniendo a este túnel desde la actual Calle Agua) hoy sólo se detienen los turistas y las parejas de enamorados para contemplar dicha visión del símbolo monumental por excelencia de la ciudad.

Este pasadizo cubierto desemboca en Las Cadenas, puerta que comunica el barrio de Santa Cruz (propiamente dicho) con el recinto de los Reales Alcázares, y que señalizaba en la antigua judería medieval el territorio acogido al derecho de asilo.

Se dice que en ese rincón apartado ocurren cosas extraordinarias. Lo sé de muy buena tinta, créanme: yo he estado allí.

Cuentan que este pequeño pasaje, eclipsado por la grandeza del gran templo y su torre, posee vida propia. Un espíritu se alimenta en el túnel de las vivencias y los ruidos de quienes por él circulan. Ante ellos contesta, casi susurrando, y permite la exaltación de cualquier arte con el que se le amenice. Solo requiere la atención por parte del alma del viajero que lo atraviese.

Ha podido contemplar a pintores, abstraídos con sus pinceles, plasmar la vista que desde este enclave se observa, y en premio a mostrar su arte a este ser oscuro nacieron aquí las mejores pinturas de esta tierra sevillana. A otros autores vio sólo, en cambio, pensar sus obras en su interior y les regaló la más portentosa imaginación para poder recrearse en ellas. Espíritu generoso, sin duda, que regala parte de su ser al arte del genio que, quizás sin saberlo, en él se inspira. Quizá sea una musa enamorada de la belleza que, aunque tantas veces ignorada, siempre está deseosa de brindar inspiración a quien le acompañe en su soledad.

Existió también y puede que aún exista (créanlo) un paseante interesado en descubrir el misterio que le envolvía al cruzar este pasaje, como si desde el primer momento hubiera sentido una magia extraña en su interior. Desde los seis años, cuando paseaba de la mano de su abuelo por la ciudad, fue consciente del gran valor arquitectónico y turístico de Sevilla, pero dentro de la belleza de esta capital su mayor atención recaía en aquel modesto y simple tunelillo. Cuando acudía a contemplar la catedral y sus alrededores no podía evitar hacer una visita al reducto, tratando de encontrar en el interior algo que explicara su atracción por él.

Rastreó en muchas ocasiones sus suelos, su techo abovedado, las puertas de madera encastradas en sus paredes, el eco de su propia voz… pero solo hallaba la sensación de misterio que lo envolvía. Observó desde él la Giralda al amanecer, al mediodía, al atardecer, de noche a la luz de un farol, pero no encontró nada más durante mucho tiempo.

Un día, cuando ya todo le parecía una simple ilusión fabricada por su mente y había desmitificado el simple callejón, pasó una vez más a su través sin preguntarle ni preguntarse nada. Y la respuesta llegó: su silencio y el viento retumbando en el alma de la cavidad brindaron luz con su eco a la oscuridad.

Entonces lo comprendió. Marchó a su casa y volvió pronto con una compañera que, en ocasiones, sabía expresar lo que él sentía a través de un sonido melódico, controlado desde el latido que en su pecho brotaba, trasladando su resonancia a una caja de madera: su desvencijada guitarra. Tal vez el aire retumbando en las paredes de aquella estancia permitiera una comunicación entre ambos, pues uno estaría tan dentro del otro como en su corazón, y el otro le rodearía formando parte de su alma.

Y ambas partes estaban ya en su sitio: el espíritu desconocido y el corazón palpitante.

Se hizo el silencio. Comenzó a pulsar con decisión las cuerdas de su instrumento en un clima de abstracción solo roto por el sonido rompedor de su guitarra. Los dedos ya se movían solos y la música hablaba trayendo al presente la belleza de los amaneceres, el fluir de los ríos, los días de lluvia y cielo gris, los días de sol y piar de los pájaros, el mar envuelto de salitre y su horizonte tocando el azul del cielo, los destellos plateados en el agua, las risas con los amigos, los solitarios llantos, los amores perdidos y los inconfesables, el sentimiento, el sufrimiento, la muerte y la esperanza…

Armonía y melodía envueltas en recuerdos. El pasaje vibraba con cada acorde, participando de cada íntimo secreto contado en forma de música, y el alma del callejón se unía a la de su visitante.

Y progresivamente, llegado el momento, el paseante fue despertando de su abstracción y de su unión con el espíritu del callejón, separándose de su enamorada musa artística hasta quedar exhausto. Las despedidas siempre tienen un halo de amargura.

-Lo siento. Gracias por todo lo que me has brindado. Te quiero, pero debo irme ya. ¿Esperarás siempre aquí? Prometo volver pronto porque uno, sin ti, ya sería otro.

Y abrió sus ojos: la funda de su guitarra estaba repleta de monedas que él no había buscado. Recibió mucho más de lo que podría haber imaginado.

-De nuevo, gracias.

Y marchó de vuelta, siendo consciente de la existencia de un amor en aquel lugar, resplandeciente aún en la noche más cerrada, que esperaría siempre sin exigirle, solo para compartir con él cualquier cosa que él mismo quisiera contar, pues sus vidas se habían cruzado en ese punto llenándose de armonía cuando se encontraron y sus almas se unieron.

Conozco lo que pasó. Lo sé de muy buena tinta.

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