Camino por la avenida Menilmontant bajo los tilos. Es Abril, no hace frío, y voy sin apuro. Hay algo atemporal en los alrededores de Père-Lachaise que me atrae mucho más que la tumba de Morrison. Me gusta el laberinto de calles adoquinadas y la imagen de los cuervos jugando en la hojarasca. Antes de entrar al cementerio me detengo en el bar de la esquina y me siento junto a la ventana. Las pausas en el tráfico me dejan imaginar cómo habrá sido el París del siglo XX.
El bar se llama Obodobo. Pido un café doble y un croissant. El dueño es un hombre de rostro anónimo y calvicie incipiente. Me sirve el café y miro alrededor. Me gusta esta zona de París que vive ajeno a turistas y estridencias. Frente a mí, en la pared, puedo ver una foto de una pareja que se abraza y sonríe. Pero hay algo artificial en ese abrazo.
– Qué foto rara, la de esa pareja.
– Ah sí, son Lorena y Pascal. Muy conocidos por aquí.
El bar está vacío, así que el dueño viene a mi mesa y me cuenta la historia. A principios del siglo veinte las veladas en Clichy terminaban en barcitos como el Obodobo. Fue aquí donde fueron presentados Lorena y Pascal. Eran poco conocidos, discretos, bien relacionados con el ambiente artístico. Lorena usaba el pelo corto algo encanecido, y tenía espaldas anchas, esculpidas por una niñez de natación en Butte-aux-Cailles. Pascal era menudo, tímido y vivía con discreción, en paz con la vida que le había tocado.
Ajenos al ajetreo de la Belle Époque, los amantes descubrieron entre risas su fascinación mutua. Discutieron aquella posibilidad loca y desconocida, ese amor quirúrgico que decretaba un compromiso eterno. Ellos, los mediocres, esta vez se sentían diferentes, y los ganó la osadía de convertirse en algo nuevo. Hablaron con cirujanos y callaron con sus amigos. Los antros cercanos fueron testigos de la promesa, y la operación se realizó en una marmolería de la Rue de la Roquette. Lorena fue la que reaccionó primero y trató de bajar de una lápida oscura a los gritos, impulsada por la anestesia y el dolor. La detuvieron con lo justo mientras Pascal aún dormía su sueño de cloroformo.
Contra lo esperado, al principio casi no hubo problemas. El amor compensaba la falta de flexibilidad. Lorena callaba y apenas echaba a menos la natación. Pascal extrañaba en silencio su antigua soledad. Pero la cirugía los había unido a la altura de las caderas, y esa unión era más efectiva que el voto matrimonial.
-¡Pero eso es una locura!
-Piénselo bien. Bien mirado el asunto, cualquier moda es una locura.
Fueron sensación en Pigalle y en Clichy. Era verlos y corría el champagne. Inauguraron la moda de falda y pantalón combinados para pareja. Se hicieron versos subidos de tono que emparejaban sus nombres con la improbable gimnasia de su amor. Inspiraron variantes del foxtrot que ellos miraban con desdén.
Los fotógrafos trataron de capturar una imagen feliz de aquella locura. Quedan pocas fotos: en todas se los ve incómodos, mirando para lados contrarios, Lorena acercándose y Pascal tratando de escapar, ambos compartiendo simétricas muecas de dolor. En algunas fotos hay chaperones que los sostienen, en casi todas se los ve cubriéndose los ojos del flash de magnesio.
A menos de un año de la operación fueron por consuelo y calmantes a ver al cirujano. Lo más angustioso fue que ninguno pudiera hablarle al médico a solas. Como en cualquier pareja, lo que más les molestaba era el otro. Meses después el cirujano deslizó que ambos se quejaban de una unión más fuerte e invisible que la del bisturí: el matrimonio.
La prensa los llamaba «los amantes de Père-Lachaise». La septicemia, los dolores y las peleas no fueron reveladas. Un anarquista encendió los ánimos con un panfleto instando a «que el hombre no separe lo que el mismo hombre ha unido». Las opiniones se dividieron y en las noches de Menilmontant se supo que la unión pendía, literalmente, de un hilo.
Algunos dicen que Lorena se amputó luego de una noche de drogas y alcohol con la ayuda de un amigo que la pretendía a escondidas. Cuesta imaginar tanto el cortejo previo como la separación. Otras versiones se refieren a una conveniente explosión en un almacén de Gambetta. Todos los rumores convergen en un Pascal gravemente enfermo y finalmente muerto. Fue sepultado en el mismo Père-Lachaise que miro ahora por la ventana. Yace cerca de la famosa tumba de Abelardo, pero sin su Eloísa. De Lorena no se supo nada más. Poco después de estos hechos llegó la Gran Guerra, y con ella casi todo se olvidó.
El dueño termina de contarme la historia. Limpia la foto con un paño y la devuelve a su sitio. Obodobo de pronto me suena a algo oscuro, africano, hermético.
– ¿Y el bar? ¿Por qué se llama así?
El dueño sonríe y se alisa el delantal en un gesto casi femenino. Señala al cementerio cruzando la calle, y me dice, sonriendo.
-Obodobo quiere decir «los que duermen bien».
Lo miro fijo, entendiendo. Flota un silencio irreal sobre el bar mientras la gente pasa caminando por Menilmontant, como si en la avenida fluyera un río de tiempo custodiado por tilos y cuervos, y aún pudieran verse las antiguas bodegas, los obreros del mármol, las zonas de retiro y las guinguettes donde corría el chardonnay.
Saludo, y salgo al boulevard. Suena una sirena a lo lejos.
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