Me adopté un lagarto en Lavapiés, mi barrio, a dos calles de mi casa en Tribulete, en la veterinaria que queda en calle San Carlos. Estaba entre un gato y un cocodrilo, así que me fui por lo más parecido al animal más grande, un lagarto de cuatro patas y una cola larga, larga y azul. Bajo por Olivar con mi nueva compañía y ya no volteo a mirar a los chicos que hacen cajones flamencos, ni me paso por el bar Traveling, voy con alguien a casa y es importante no detenerme. No se si es hombre, pero su nombre es Venecia, porque siempre me ha parecido una ciudad irreverente, como mi Venecia que si fuera mujer, sería Punk. En la plaza Lavapiés los africanos intentan venderme hachis, la banca de los venezolanos nos observa, y el teatro Valle Inclan sigue ahí, a la espera. Desde que llegué a calle Tribulete con Venecia, cuando llego a casa me espera, a su manera, aveces escondida, aveces nadando dentro de la tina, de la tinta, lo importante es que me espera. Tiene cuatro patas porque no he tenido tiempo de pensarme si quiero cortarle alguna, es reptil como yo, de sangre fria como yo, y la llevo al parque el Casino, a todos los parques, para que conozca más sobre la vida y aprenda a contemplar. No se escapa nunca. Me pregunta cosas, va generando de apoco su propio vocabulario del mundo que la contiene. Se queda allí, conmigo, en la plaza de Agustín Lara, esperando que llueva porque Venecia ama la lluvia, la va buscando en todas las bancas de todos los parques, como si saliera debajo de las piedras. Yo ya le he explicado que la cosa no funciona así, pero es terca como yo, y cuando se encapricha de lluvia puede quedarse horas de pie, en la plaza Cabestreros, esperando un no se qué hasta quedarse dormida, entonces la amarro con mis brazos y volvemos juntos a calle Tribulete. Leemos el periódico en el café Cafelito a una cuadra de nuestro hogar, en la calle Sombrerete, ella con su idioma me cuestiona, con su piel me incita a conocer los árboles, asi que hay veces en que salimos corriendo hasta llegar al parque El Retiro. Me ha enseñado cómo escalarlos, a los árboles si, cómo dejar de temer la caída, agarrándose muy fuerte, con los dedos, con los dedos, con los dedos al tronco, fue su primer lección. Sin ir más lejos, ayer logré llegar hasta la punta del roble que está en nuestra plaza favorita, Venecia me aplaudía desde un columpio, meciéndose con ritmo, con las manos, con las patas, con la cola, con las manos, con las patas, con la cola, como yo le enseñé aquella vez. Hablamos del clima una tarde nublada mientras caminábamos por Argumosa buscando alguna mesa libre, Venecia no podía entender que el Sol decidiera no asomarse algunas veces, así que saltó lo más arriba que pudo para asomarse ella entre las nubes a saludarlo. Nadie se dió cuenta, porque en estos días nadie mira al cielo, así que me senté en el metro Lavapiés a esperarla. Me cuenta sus futuros viajes a bosques insospechados, la tregua que ha hecho con los astros cuando no estoy, me amenaza con irse muy lejos, con irse muy lejos con mi mano y dejarme roto, despegado, inacabado, incompleto. Yo me quedo así, sentado, acostado, en compañía de mi lagarto lagarta, apreciando su belleza, la perfección geométrica de sus escamas femeninas, me quedo así en mi balcón frente al mercado de San Fernando, pasmado, loco, un poco humano, un poco acuariano, agarrándome de justificaciones puertas, de abismos abiertos, de argumentos ventanas, de construcciones abiertas sin terminar, de deambulares que se han quedado en repetición, atrapados en algún espacio tiempo del cosmos, me quedo así, en Tribulete, con mis propias escamas, en algún pensamiento reptiliano.
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