Lo más vergonzoso que me pasó en mi niñez fue caminar por las calles del barrio de Riscosa, de bodega en bodega, en busca de leche de burra. Aún tenía siete años de edad, pero era tan preguntona, empedernida y habladora, que mi mamá perdía su serenidad y buen humor con mis ocurrencias.

Ese día, ante mi insistente pregunta de qué clase de leche quería que comprase, cuando ya me había dicho que trajera la que tuvieran en el estante, porque había escasez de lácteos, desesperada gritó: “Leche de burra, carajo”. Lo de carajo no lo escuché y corrí alegre y oronda en busca de leche de burra para la deliciosa la papa a la huancaína. Si hubiese escuchado el carajo, quizás hubiese entendido que era una orden con sarcasmo.

Entre una mezcla de inocencia y estupidez corrí feliz para comprar leche de burra.

Debí haber sido muy tonta para no darme cuenta del rostro de burla de las señoras de las bodegas del barrio de Riscosa. La primera calle que recorrí no tenía nombre, pero hoy es una autopista y hay un cine muy concurrido.

“Tiene leche de burra”, preguntaba entre insistente y cansada. Ya mis pies me dolían cuando me di cuenta de que estaba perdida y que caminaba por zonas desconocidas. Eran años que en el barrio no había muchos automóviles ni buses, solo parejas de jóvenes que habían dejado las cómodas casas que alquilaban o las casas de sus padres o el hogar en alguna hermosa provincia del Perú, para instalarse en los arenales de Pamplona. Por eso mi mamá me mandaba a comprar, porque el peligro no existía: todos nos conocíamos. Así que sin darme cuenta del peligro ni de la hora, andaba distraídamente en busca de la deliciosa leche de burra para la papa a la huancaína que acompañaría los apetecibles tallarines rojos.

Lo que mi mamá no imaginó era que su obediente hija cruzaría los límites del barrio para internarse en zonas desconocidas.

Lo que más me asustó en esa primera travesía interbarrial fue conocer de golpe a personas negras. Nunca los había visto. En un barrio de inmigrantes andinos, los negros no viven.Yo no los había visto jamás. Así descubrí, con asombro y espanto, a personas altas, oscuras y de hermosos cabellos ondulados. Los negros me asustaron. Eran como cinco familias y no eran zambos ni mulatos, eran negros, demasiados negros. Vivían en casitas de madera y no en esteras y palos como nosotros. Sus calles tenían veredas y en sus casas si existían instalaciones de agua y luz.

Me sorprendió ver un mundo distinto al mío.

Pensé que los negros eran millonarios. Ellos tenían las puertas de sus casas abiertas y desde afuera se veía que sus alimentos eran demasiados apetecibles. Yo, que aún no había oído hablar ni de Chincha ni de los sabrosos potajes que los peruanos negros han aportado a la incomparable comida nacional, solo saboreaba de lejos esos alimentos y caminaba con más celeridad en busca de la escasa leche de burra.

Años después, mis padres me contaron que esas personas habían sido traídos por el presidente Belaúnde del barrio de Mendocita y se les regaló casitas con todos los servicios.

En mi búsqueda de leche de burra, justo en la calle uno, me encontré con la vecina Juanita, nuestra mejor amiga en esos años. Era una señora muy joven con cuatro hijos, linda y sonriente.

Ella, atónita me preguntó qué hacía tan lejos de mi barrio. Sonriente le respondí: “Estoy buscando leche de burra”. Y en un acto de amistad, Juanita no se rió. Su rostro alegre cambió a la de preocupación. Como buena amiga y como madre que era entendió que yo no desertaría en mi búsqueda de comprar leche de burra. Juanita me conocía, sabía lo testaruda que era. Así que me sugirió que comprase otra leche, que la leche de burra era fea y desabrida. Me animó al decirme que convencería a mamá de que la leche Gloria era más deliciosa. Así emprendimos el retorno a casa.

Mi mamá estaba más que desesperada y me había buscado por las bodegas más cercanas. Jamás imaginó que su hija se recorrió todas las calles de Riscosa en busca de leche de burra.

-“Mamá – le grité alegre-. La vecina Juanita dice que le leche Gloria es más rica para la papa a la huancaína”.

Juanita le contó con ternura a mamá, la misma historia que los bodegueros le narraron con burla y sarcasmo: que su única hija tenía una imaginación a prueba de burlas.

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