Había una esquina del bloque que marcaba el fin de la civilización. Los altos edificios formaban con sus sombras un nuevo universo, habitado por pequeños seres no clasificados, la mayoría de ellos afortunados de no sucumbir bajo la amenazante pisada de nuestros pequeños pies. Así era el atrayente páramo que explorábamos cada atardecer de verano, cargados con la cesta de supervivencia que contenía: un bocadillo, una fruta, una linterna y un frasco. No podíamos insertarnos en aquel descampado sin la compañía de una bestia de cuatro patas, treinta centímetros de altura, fieros colmillos del tamaño de un piñón, y del mismo color de pelaje que su homónimo Bambi. Se diferenciaba del personaje de Disney, aparte de por su fisiología, por el agudo y molesto ladrido que emitía, y que solo acallaba la patada de Carlos. Durante el paseo por aquel territorio inhóspito e inexplorado, recopilábamos cualquier arma que pudiera servirnos para enfrentar al hipotético enemigo: piedras, palos, e incluso, algún trozo de azulejo que se había atrevido a usurpar suelo sagrado.
Al volver, presumíamos de las heridas y cicatrices que nos marcaban la piel, tras haber alcanzado la copa del único árbol que se erigía enhiesto y orgulloso sobre el suelo de los seres diminutos. Escondíamos las nuevas especies, presas en los tarros de cristal, para procurar que no se escaparan, ello habría supuesto la ira de las madres, que no entendían la presencia de los insectos en su cocina, lo que normalmente significaba la muerte inmediata del bicho. Aquello confirmaba que los dos mundos estaban condenados a no mezclarse. Uno era misterioso, desconocido, arriesgado y secreto; el otro, rutinario y seguro. Eso sí, solo para nosotros.
La calle asfaltada, huérfana de especímenes misteriosos, nos aportaba multitud de juegos inofensivos: «churro, mediamanga y manga entera», «el pañuelo» o «la olla». Actividades muy divertidas, aunque se interrumpían a menudo por alguno de los coches que transitaban por aquella vía. A mi hermano y a mí la televisión nos quedaba reservada para las tardes de invierno, mientras degustábamos un crujiente y delicioso bocadillo, y ocupábamos los dos sillones acolchados de escay color burdeos. Todavía escucho la sintonía de «un globo, dos globos, tres globos…». A veces, en verano, si la salud no nos permitía pisar la calle gris, también disfrutábamos de algunas horas frente a la pantalla.
Había una diferencia aterradora entre este lado del mundo y el otro: la muerte. Sí, la muerte. Aquella palabra, cuyo significado habíamos descubierto gracias a los experimentos que los salvajes realizaban a los bichos de la meseta. La parca esperaba al otro lado en forma de grandes gigantes de hierro dispuestos en fila india, y unidos entre sí por varios cables. Desafiaban al cielo, no con el poder de la naturaleza, sino como monstruos espeluznantes construidos por manos humanas. Sabíamos que provocaban la muerte, porque un retrato de la misma presidía, a media altura, el frontal de aquellos engendros. El rostro de la terrible calavera, que descansaba sobre dos huesos cruzados, marcaba el liderazgo de nuestra banda, cualquiera de nosotros que lograra trepar por las patas del gigante, más arriba del letrero, conseguiría ser el jefe de la pandilla.
El barrio, nuestro barrio, estaba también habitado por personas mayores. Los veíamos pasar delante de las narices, mientras permanecíamos sentados en los bordillos, que paralelos, flanqueaban el acceso al portal del bloque. Alguno de los vecinos interrumpía la interesante tertulia con un incómodo manoseo de cabeza, otros se paraban a darnos conversación o a preguntarnos por nuestros padres, en realidad nos resultaban indiferentes e intrusos, todos excepto uno: el «Pipero». Esperábamos ansiosos que apareciera con su pequeña bandeja de patas extraíbles, repleta de chuches, pipas y paloduz, y la colocara frente a la farola. Después de gastarnos parte de la paga de los domingos, volvíamos a ocupar nuestro sitio en los bordillos, entonces las conversaciones se volvían más potentes y surgían las peleas, supongo que sería por el aporte extra de energía que nos proporcionaba la dosis de azúcar. Así eran nuestros días, que los años difuminan, como las siluetas de los vecinos, la de los gigantes de hierro o los nombres de los miembros de aquel grupo.
Una tarde cualquiera, que taché con rotulador permanente en el calendario, Rosi y yo cruzamos la frontera hacia una nueva aventura, con la única compañía del inseparable Bambi, alguna que otra risa, nuestra inocencia y las cestas de provisiones. Para merendar nos sentamos en una de las rocas mientras el can olisqueaba el terreno. Al cabo de un rato, una perrita se acercó a él y comenzaron a correr en círculos mientras sus colas se movían alegremente, luego se olfatearon y el juego tomó otro rumbo. Nuestros ojos curiosos no parpadeaban, mi mascota se ponía encima del otro animal y la agarraba con las patas delanteras, al tiempo que hacía rápidos movimientos adelante y atrás. Una voz profunda nos sacó del asombro, al volvernos nos sorprendió un hombre de mediana edad, oscuridad en los ojos y picardía en la voz. Preguntó a bocajarro: ¿Sabéis lo que están haciendo? No respondimos. El intruso se acercó a la roca para sentarse a mi lado. Me miraba fijamente. Me sentía incómoda. Pegué un respingo cuando noté que su mano subía por mi muslo, me quedé paralizada cuando alcanzó la ingle y uno de sus dedos intentó rozar mis partes íntimas. Sabía que algo andaba mal. Sentí un fuerte tirón. Rosi gritaba: ¡Corre, corre! Atravesé la puerta de casa sin aliento, mi madre me calmó y pidió que le contara lo que había ocurrido, a duras penas se lo pude relatar, entendió con cuatro gestos.
Bambi volvió con la libido satisfecha, supongo. Desde entonces los dos mundos se entremezclaban, ambos convivían entre la realidad y mis sueños, con la constante de la cara de aquel hombre bajo cualquier gorra que paseaba por la calle. Mi prueba más arriesgada no sería trepar el gigante de hierro, sino volver a sentarme en la roca contaminada, que aniquiló una parte de mi mundo sagrado.
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