Una bomba en tiempos de paz

Una bomba en tiempos de paz

Quim Maristany

25/01/2017


Marcado por una niñez atecnológica y siendo hijo de costumbres antiguas (papuchi), siempre he tenido fijación por lo viejo y escaso que queda en este mundo… Sin capital para acceder a los pasteles isabelinos o al coleccionismo del original, me conformo siendo una hurraca del óxido con diógenes pedigrí; y digo esto para ayudar a comprender por qué alguien como yo podría querer una bomba de la Guerra Civil española…

Viviendo en el barrio de Gracia, las mañanas son buenas por costumbre, pero ese 3 de agosto… pura energía! El día me sonreía, la previsión de jornada era favorable y me esperaba una bomba en el email! Para todo lo demás mastercard, pero esto… no tiene precio!!

Un descoñocido me ofrecia un proyectil inerte del 36′ pintado en dorado, por el que había pujado en internet… En dos segundos me encamiso de emoción, acicalo una duchita de agua (sin jabón), pongo mis piernas en pantalón de limpio negro y en polvorosa, mis pies…

A paso ligero marcado en clave de rock, me dirijo a la cita como si de un triunfo carnal se tratase… «sky is da limit»! Se podrán imaginar mi sorpresa cuando el sujeto en cuestión me oferta una segunda bomba, y acertarán si piensan que me llevé las dos (soy catalán, que nadie se sorprenda).

Camufladas en una bolsa de mierdapiel y polialgodones recojo mis objetoras de consciencia (esas bombas no explotaron en pro a permanecer como testimonio de la barbarie, libre de karma negativo) y abandono el centro histórico de la ciudad para dirigirme, con el ansianelo de un niño que acaba de conseguir una bomba, a mi hogar…

A un cigarro de casa, paro en la armería del barrio buscando productos para limpiar y sacar brillo al inutensilio, y de repente… el día deja de sonreirme y pasa a utilizarme como cepillo de «paluegos»… Esto, público amigo, es lo que sucede cuando un armero octogenario te dice que una de las bombas que has traído esta sin desactivar y en consecuencia, lista para el explote…

Sudando intranquilidad y miedo, me encuentro en la calle valorando mis tres opciones (dramatizadas por un comprensivo brote hipocondríaco); la primera, dejarlas en la basura y huir. La segunda, dejarlas en mi casa y pensar. La última, (muy última) ir a la comisaría de Travesera de Gracia y enseñarle dos bombazos a la guardia civil. Agárrate los cacauetes.

Descartadas las primeras por necesidad de basureros, estimación de mi casa y posibles daños colaterales, me puse en la misiva de hacer llegar la bomba a manos de las autoridades, con el menor número de muertos posible.

Imaginando lo dura que sería mi vida en prisión y gravando en mi memoria los rostros de todos los niños, ancianos y perritos que mis ojos alcanzaban a ver, llegué a la autoridad. Firme.

Una vez «in situ», procedí a evitar el detector (quería conservar la otra bomba oculta en un bolsillo y las posibles drogas que tal vez puede que quizás guardara en el otro) dirigiéndome directamente a dos «rasos» de puerta quienes, una vez visto lo que me traía entre manos, se separaron educadamente de mi persona, señalando con lejanía una cercana puerta.

Llegué… unidad de artificieros, carteles de se busca, armas, el sargento y servidor (pequeño muy pequeño). Tras esperar en la sala un instante eterno, el comandante en jefe de la unidad se dirige a mi persona (pequeña muy pequeña) y con una autoridad que solo el conocimiento y la guerra puede dar, procede a explicarme todo aquello que se pueda saber del supositorio gigante (que había entrado en los anales más trágicos de mi existencia minutos antes), enseñándome inclusive como montarla al más puro estilo Kubrick «aquí mi fusil, aquí mi pistola».

Hay historias basadas en hechos reales y yo les pregunto… alguien quiere una bomba?

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