Donde el tiempo me lleve aquí me hallo.

Me contaron mis antepasados que viviría mil años, yo, que siempre había andado angosta en tamaño. Pero ya ves, permanezco aquí con los más grandes a mis dos lados. Embutida y encorsetada sí que estoy, pero aún siguen siendo libres todos mis pasos. Orgullosa de haber sobrevivido a una contienda civil y a los avatares de temporales, incendios y todas las conspiraciones que pueda sufrir un barrio bajo. Siendo un viejo cuchitril sucio y rancio, casi ya en la ruina, fui rescatada del olvido con esa cadencia embargada.

La gente se pregunta si en mi interior queda algo de lo que fui, ¡pues señores que quieren que les diga, estoy vieja pero no agónica aunque estos gigantes estén pisándome los pilares! Me han quedado recuerdos que no cicatrizan y no se curan por más empeño que le pongan con sesiones “Feng shui”. Me siento orgullosa de este nuevo aire que tengo. Ahora soy de azul añil en mis cuatro plantas y bordes dados de blanco. También se han abierto más mis luces con una pequeña buhardilla en mi tejado, y son nuevos esos olores culinarios que salen por los huecos de mi medianera casi tapados. Pero, he de decir que yo aún retengo mi historia, la energía de mi pasado, descifrada una a una en esas grietas tapadas de mortero blanco; y en mi bodega aún guardo señales de aquellos barriles, artes y aparejos. Veo mi reflejo tras la ventana en la vieja caseta del puerto y recuerdo aquellos tiempos, otro siglo. Ahí, al otro lado de ese aparcamiento solitario, estaba el bullicio del mar y el griterío del dique de Gamazo. Los navíos con velas abiertas se asomaban, esas altivas traineras de finas líneas, y esas chalupas boniteras de madera de roble. Ellos me han dejado en la puerta a marineros, balandristas y calafates de una y otra orilla, con ese olor de bahía entrando por mis contraventanas y dejando rastros de salitre en el terrazo con virutas de la esclusa, y sudor y sangre arañados de las manos.

Cuantos se fueron y se han ido. Familias aferradas a la red y a las artes; agarrados entre sí, entrelazados con la esperanza puesta en el sustento y la sentencia del regreso. Aquellos pies descalzos y esas botas de plástico correteando por mi puerta, unos jugando, otros con aquella firme postura de amarre a la botella y algunos agazapados con ahínco al único plato.

Hay rostros sobre rostros, reflejos que se desvanecen. A veces percibo las siluetas con sus boinas y entreveo algunos de esos contornos de brazos marineros al trasluz de mi puerta, pero al poco se desvanecen, se esfuman como el humo de sus cigarrillos. El paso contoneado de aquellas mujeres de piernas desnudas con los capachos llenos pegados al pelo. Sus voces también se han oxidado en la memoria como el cierre de mis bisagras. En días claros veo miradas superpuestas en los cristales y alcanzo ver aquellos raqueros de Puerto chico que buceaban en las aguas de la bahía para recoger las monedas que les lanzaban al mar. Chiquillos huérfanos, en cueros humildes saltaban al agua buscando el brillo entre el lodo del fondo del muelle.

Coloreo de azul añil mi recuerdo como ésta, mi cara de ahora, como ese color de las farolas de mi calle, de mi barrio marinero. Mi pintor está ahí quieto ahora, de espalda al mar dibujando mi silueta: Cuatro rectángulos, tres etapas. Cuatro, mis dueños, y tres, los cientos de años. El delgado marco encierra la imagen de esos dueños que más porfiaron en mis rincones, los que dejaron, tesón y empeño con corazón y alma. Mis dominios pertenecieron entonces a Ricardo y Carmen. Él, contable y jugador de hockey, buen danzarín que terminó siendo hostelero. Ella, la cocinera, la que guardaba la buena tradición en sus platos. Ellos fueron ejemplo de esa madurez armada con grandes dosis de acertada contingencia… Escucho las sirenas que llegan a puerto. Arrecia el viento del Sardinero y arrastra la arena amarilla hasta mi cara. Me despierto a destiempo; se vela el telón somnífero del recuerdo.

Delante de mí, en la otra acera del paseo, ya no hay marineros. Gente que pasea, que corre o va en bicicleta. Jóvenes pegados a teléfonos móviles arrastrando los perros más singulares que hayas visto: dálmatas, bulldog, husky.., Todos los días veo vehículos que pasan o se amontonan en filas en ese solitario aparcamiento. Al fondo ya no hay velas. La bahía se encierra de orillas de verdes prados y montañas, dunas de arena dorada y frisos de pinares. En los espejos de la bajamar dejados en la orilla se ve quién anda pensativo o escucha música. En esos reflejos que deja la luz en la arena se van entrecruzando huellas y haciendo surcos de camino.

Ahora en mi comedor, lámparas plateadas iluminan el serial de botellas de marca. Mi decoración sigue siendo marinera pero con otro punto en la proa. Ahora soy bar de comidas tradicionales cántabras, de pescado y marisco, pulpo y anchoas del Cantábrico. De mis mesas comulgan muchos. Y aún llegan a mi puerta los veteranos de la nostalgia remera. Apretados en la mesa beben su vino y la charla arrecia con salsa marinera. Hay rabas , barbadas y maganos encebollados. En mi calle, llamada Unión, la gente ahora se acerca a mis rincones con un paso más tranquilo. Se reúnen y comparten historias. Unas veces agarrando con cerveza y vino, y otras veces con cóctel de vermut (a lo más fino).

La maceración en hierbas trae a estos tiempos tertulias de regresos de viajes con acentos literarios. Dicen que la inspiración viene precedida por el color azul de mi fachada porque evoca las enormes distancias y apremia con la resistencia en el progreso. La candidez de estos artistas…

Donde el tiempo me lleve, pero azul o no, aquí sigo en el último reducto de los mareantes.

BARRIO PUERTO CHICO. DISTRITO DEL CENTRO. SANTANDER

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