Mi calle es parte de la gran serpiente que atraviesa la ciudad. Aquella es, a su vez, madre de otras muchas sierpes enredadas en el entramado urbano que, como si de una Erinia se tratase, dan forma a la cabeza del Concejo donde vivo. Este se llama Carreño.

Población marinera donde las haya, Candás, la capital, ya sólo vive del sector servicios, la hostelería, el turismo, de los jubilados, de Arcelor y algo del agro. La gloria de la caza de la ballena, de la bonanza de la pesca de altura decimonónica y de las florecientes industrias conserveras fue enterrándose con el tiempo.

De vez en cuando algunas exposiciones, con grandes paneles, en el puerto o en el Centro Polivalente dan información e idea de lo que significó la mar en este lugar que forma parte de la Mancomunidad del Cabo Peñas

Mi calle, pues, se transforma en serpiente de verano cuando amenazan las obras públicas. Termina siendo como la Hydra de Lerna cuando el Consistorio se pone a cavar zanjas que amenazan tragarnos…

Voy a contar una historia verídica que ocurrió en esta vía pública.

Estaba yo corriendo en Ciudad Perlora. Era verano y el sol se negaba a ponerse. La tarde, gloriosa. Aceleré mis pasos para llegar pronto a mi coche. Pensaba desplazarme a un lugar fronterizo donde la ciudad se abre al campo, en el que puede visualizarse un occidente lejano devorando al astro amarillo…¿Cómo se llama la última luz del día?», preguntaba siempre a una de mis hijas, quien respondía: «¡crepúsculo!»

Era a ese lugar privilegiado, hacia el que me dirigía procurando no infringir las reglas de conducción y mirando de reojo, en las curvas, los rayos que estallaban de gozo: «no llego», me dije…

A la altura de la parada del autobús, en la acera contraria a mi marcha veo que se desploma un joven. Freno. Bajo del vehículo.

Allí, tendido, no respira. Tiene fuertemente apretadas las mandíbulas. Comienza a amoratarse.

«Me vas a fastidiar la foto del atardecer», pienso mientras consigo abrirle la boca y le insuflo aire desesperadamente. Le golpeo el pecho ritualmente y su corazón parece que ya bombea sangre como es debido

«El sol se me va», pienso desesperándome…

De súbito, el caído se incorpora anonadado. Pregunta qué le está pasando. Han llegado familiares y vecinos, quienes se hacen cargo del hombre…

Me despido y continúo mi marcha. Cuando llego al punto mágico ya ha desaparecido el sol. Unos restos esmirriados de arreboles despiden el día y a mí que vuelvo a mi calma, pasmado e impresionado aún por lo ocurrido.

«Otra vez será, hermano», barrunto. «Hoy no hay foto».

Un año después alguien me pagó el café con leche en un bar. Era el vecino a quien salvé, un poco contra mi voluntad. Aquel, agradecido, rememoró conmigo los hechos que sucedieron a pie de calle, junto al paso-cebra que ahora las máquinas destruyen con sistemática eficacia.

Parece la guerra de los mundos. Y yo estoy en la trinchera.

La calle se llama «Avenida Reina María Cristina».

Es vehicular entre Gijón y Luanco. Tiene esta villa vecina un viejo contencioso con Candás, conflicto en varios campos del que sobresale el de los Cristos. Polemizan sobre quién es más milagroso.

Lo cierto es que, en la última curva de mi calle se encuentra la Iglesia, románica, (disfrazada con un retablo barroco y una estructura externa indefinida tirando a neoclasicimo ramplón) en cuya puerta principal se lee:

IGLESIA ASILO DE SAN FÉLIX DE CANDÁS.

En efecto, los peregrinos podían acogerse bajo sus muros en su itinerario medieval por el Camino de Santiago.

Lo del Cristo viene de naufragios en los mares de Irlanda y de marineros recogiendo una cruz flotando.

La que se puede venerar no es exactamente la misma tras la criba de la Guerra Civil de 1.936.

Pero surte sus efectos, al decir de las gentes pías.

Por una vía aneja a la escalinata salen procesiones en los días grandes de Semana Santa. También desfilan los comulgantes en mayo.

Pero lo más curioso es la episódica romería de moteros, coches antiguos, vueltas ciclistas, carreras populares, comparsas de Carnaval, charangas festivas de «Les coses que floten», «Rally de la Sidra», «Mercado Clariniano»,

reclamos circenses o políticos en período electoral y demás acontecimientos variopintos.

Como en el poema de León Felipe, «Qué lástima», yo me asomo a mi ventana y veo la vida pasar.

Y hablando de poetas. Siendo yo profesor en Bogotá, en función de mi cargo directivo, tuve la suerte de atender en una visita oficial, al poeta José Hierro. Con su esposa fuimos a comprar esmeraldas (yo tenía ciertos conocimientos sobre estas gemas y el entorno en el que se movían los esmeralderos) con absoluta seguridad.

Agradecido, el último día, mojando su índice en un buen ron, me pergeñó una dedicatoria al pie de un dibujo que hizo con trazos enérgicos. Representaba una iglesia y unas barquitas…

«Para Juan, que nos soportó – José 1.993»,

se puede leer al pie de la cartulina que enmarqué y guardo como un tesoro.

La similitud entre las torres y volúmenes adyacentes de las Iglesias (del dibujo y auténtica) opino son considerables. Hay algo de magia y premonición en ello.

Esta calle cuajada de viejas historias de pescado rodea «Les Conserveres», nombre dado al parque en honor a las mujeres que, hasta hace poco, trabajaban la conserva del bonito.

Luego por «Les Gates», por el «Camín de les Muyeres de la Paxa», llevarían el producto a Oviedo…

Centro de Salud, Casino, tienda de informática, peluquería, autoescuela, carnicería, panadería, pescadería, «Chinos», objetos esotéricos, academia, bar y las viejas escuelas de 1.900

(«Monster House», les digo a mis hijos) donde un alumno encontró un colt 45 oxidado y me lo regaló…

Todo esto y más contiene la centenaria calle a la que me asomo y en cuyo asfalto remozado se mira una luna llena lorquiana.

De murmullos, luz, aromas, amores…hablaré otro día y vosotros me leeréis.

Si vivimos.

Dedicado a mis alumn@s con quienes aprendí tanto.

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