Estaba sola por fin. Ya había despachado a los hijos para el colegio y la universidad, al marido para el trabajo y ya había desayunado. Una urgencia de hacer algo «indebido» se apoderó de ella. No percibía ninguna barrera, se sentía libre y dueña de sí. Como si se hubiera investido de algún poder sobrenatural que la hacía sentir superior. Se fue directo a buscar en el armario, se pondría ese vestido de su hija, el blanco, semitransparente, con flores color pastel, que le gustaba tanto pero que nunca se atrevería a pedírselo prestado: no era de su talla y además tenía un escote profundo en el pecho. Se deshizo de la ropa de casa con un frenesí, que casi la rasga. Buscó la enagua entre la marea de ropa interior. Qué agradable era su tacto, qué delicadeza de encaje. La deslizó por sus piernas hasta la cintura, la alisó varias veces para sentir su suavidad. Cogió el vestido del gancho y se paró frente al espejo para ponérselo. Abrió la cremallera con docilidad pues era muy fina y temía atascarla. Se lo metió por la cabeza, todavía olía a ese perfume que usó cuando se lo probó a escondidas. La tela era muy suave, tan vaporosa, que ondeaba con el mínimo aire cálido que entraba por la rendija de la ventana. Le quedaba muy ceñido en la parte superior y de la cintura para abajo tenía unos pliegues finos y cerrados, como un abanico, que se iban ensanchando a lo largo de la falda hasta darle esa caída tan femenina y amplia al final. Subió despacio la cremallera lateral tomando aire, sin dejar de mirarse al espejo. Se acomodó la cintura en su sitio y los pechos un poco más arriba. Le resaltaban bastante, tenía unos senos muy grandes, como le gustaban a la mayoría de los hombres. Sonreía y se regocijaba en esos pensamientos. Menos mal que nadie podía escuchar su mente.
Se alborotó el pelo, se puso un labial rojo carmín que hacía que sus finos labios lucieran un poco más gruesos, también se los delineó con un lápiz, exagerando el contorno. En los párpados probó con algo de sombra azul que hacía juego con las flores del vestido. Untó colorete en sus mejillas y por último un poco de polvo. No quiso ponerse zapatos. Salió a la calle caminando despacio, pisó el antejardín y sintió el césped húmedo y frío entre sus dedos. En su cara recibía el sol mañanero, tan agradable que puso la mirada hacía él pero tuvo que cerrar los ojos. Nada le importaba, parecía que el barrio, los vecinos, las casas, los carros y todo alrededor hubiera desaparecido. Estaba decidida a encontrar a la divinidad, al ser que lo encierra todo: que es hombre, padre, protector. Se arrojaría en sus brazos y descansaría en su morada. Allá donde nada puede perturbar la tranquilidad, donde nada duele, donde no se siente hambre, aunque se pueda deleitar los manjares más exquisitos.
A veces pisaba asfalto de las aceras pero en cuanto podía se subía a la hierba. No recordaba sentirse así nunca, tan guapa, plena, feliz y libre. Se refugió en una burbuja en la que no recordaba que tenía un marido, hijos y que debía preparar la comida para cuando llegaran del colegio. Olvidó que debía limpiar, tender las camas y ordenar la casa. Caminó con parsimonia, disfrutando de sus pensamientos y sensaciones. Se sentía nueva estrenando vestido. Levantaba la cabeza con orgullo pues se percataba que era centro de muchas miradas: se sabía atractiva. Estaba segura de que sus pechos y sus labios rojos no pasarían desapercibidos. Había perdido la noción del tiempo, estaba embebida en ese otro mundo, en esa nueva vida que ya empezaba a disfrutar pero que sería definitiva cuando alcanzara el abrazo de esa figura superior. Ya lo veía, estaba frente a él y una luz rodeaba su cabeza. Era tan luminoso que casi no podía míralo. Él le ofreció la mano y ella correspondió con un gesto similar…
De repente, una mano áspera, pesada y grande aprisionó con fuerza su brazo, al mismo tiempo un grito la sacudió como un huracán: ¡¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?! ¡¿PARA DÓNDE VAS ASÍ?!
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