CONOCIDA COMO CALLE ESPARTERÍA EN JAÉN,AUNQUE SU NOMBRE OFICIAL ES DOCTOR CIVERA

MI CALLE

Larga, no muy ancha, céntrica y muy pasajera, con una pendiente pronunciada, aunque lo más característico eran los diferentes aromas, especies, plátanos, churros, la plaza de abastos estaba próxima, en realidad era, y es, uno de los caminos para ir a ella.

En esta calle nací y pasé buena parte de mi infancia.

Recuerdo con gran añoranza los buenos ratos que junto a mis amigos pasábamos jugando a policías y ladrones, al burro, a las canicas, al pañuelo, a las chapas, incluso al futbol.

Vivíamos en un piso antiguo, muy grande y justo encima de un almacén de plátanos, enfrente vivía una familia que tenían unos puestos en la plaza, en uno vendían especies. Justo una casa más arriba de donde vivíamos, estaba la casa parroquial, otra más un abogado, en la siguiente estaba la sociedad colombófila y a continuación una bocacalle, en la esquina una churrería, y frente a esta, una pensión, y a continuación por debajo una calle sin salida. Continuando hacia arriba, el “callejón de la uvas” el cual daba entrada a la plaza de abastos, que se iba ensanchando según entrabas en él, hasta convertirse en una pequeña plazoleta en la que había diferentes puestos, tanto de verduras y frutas como de otros artículos variados.

Transcurría 1955. Hice el ingreso en el bachillerato , mi abuelo fue mi mejor profesor de matemáticas, mi padre de historia, no fui un buen estudiante o al menos eso pienso ahora, continuamente estaba deseando salir a la calle para jugar con mis amigos, para hacer trastadas…, como decía mi padre, “no se os ocurre idea buena”; en esa época adquirí la afición por la lectura, con aquellos tebeos del Capitán Trueno, El guerrero del Antifaz, Roberto Acazar y Pedrín, Supermán, Hazañas Bélicas y poco a poco entre mi padre y mi abuelo me introdujeron en otro tipo de lecturas tales como Viaje al Centro de la Tierra, Los tres Mosqueteros, La Isla del Tesoro y ese larguísimo etcétera de novelas para adolescentes, esa afición por la lectura me llevó a mi otra afición, la escritura.

Por las mañanas, en la calle, el bullicio era constante, una mujer con dos cubos gritando… ¡Niñaaassss la arenaaa!! Por entonces no había detergente para fregar los cacharros de cocina, se fregaban con arena sartenes, cazuelas y demás utensilios. Los platos, cubiertos y enseres más delicados, se fregaban con ceniza, que no era difícil de conseguir, ya que se utilizaba braseros de orujo, o “el erras” como se dice en Jaén, al no existir los eléctricos. Por las mañanas, la ceniza de los braseros se reservaba en un recipiente de latón para que terminara de apagarse, guardándola para utilizarla durante el verano.

Un hombre con un burro en el que llevaba unos pellejos llenos de miel, gritaba ¡¡Mieeel de caldera!!, durante toda la mañana, e incluso por las tardes el de la miel de caldera volvía a pasar emitiendo su grito característico…, los críos que ya estábamos jugando en la calle, no podíamos resistir la tentación de contestar a aquel que más que grito parecía un aullido, por lo estridente de su voz y lo repetitivo que lo hacía, entonces imitando el tono de aquel buen hombre…, todos a coro gritábamos… ¡De la que cagooó tu abuela…!! Por las tardes también pasaba un hombre de Torre del Campo o “Torrecampo”, como suelen decir los torrecampeños, vendiendo garbanzos tostados, “tostaos” gritando… ¡Garbanzooos tostaooos…por dos kilos de crudos uno de tostaos…!

Esta calle de una gran longitud, terminaba justamente frente a una fábrica de cervezas, detrás de la fábrica había una calle cubierta por un pasadizo que unía los dos bloques que formaba el edificio de la fábrica, en invierno, cuando la lluvia no nos permitía jugar en la nuestra, nos íbamos a esta zona cubierta a jugar al frontón, no teníamos problema con las pelotas para el frontón, ya que los tapones de corcho que utilizaban para tapar los barriles de cerveza, o bien nos colábamos y cogíamos un puñado de aquellos corchos enormes o le pedíamos a alguno de los trabajadores de la fábrica, que muy amablemente nos daba uno o dos, en la tela metálica que había en las ventanas, los raspábamos hasta poner el corcho esférico, con un globo o con un trozo de cámara de bicicleta, recubríamos el corcho y con el talón de un calcetín viejo, terminábamos de recubrirlo todo, que finalizábamos cosiendo la parte abierta del calcetín.

Sudábamos, nos caíamos y nos hacíamos raspaduras en las rodillas y todo el cuerpo siempre lo teníamos lleno de heridas, pero sobrevivimos, rara vez estábamos enfermos.

Todos estos recuerdos después de sesenta y algunos años…, permanecen intactos en el disco duro de mi memoria, y me ha parecido muy interesante rememorar aquellos años de mi infancia, de los que tantos recuerdos buenos y agradables tengo, y así poder compartirlos con todos los que seáis tan amables de dedicar unos minutos a leer este relato de mi infancia.

Juan Karlos Rollán Soguero =«Jukar»

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